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doi: 10.31391/adphsa02 Recepción: 02-12-2024 Aprobación: 22-01-2025
Producción de la conflictividad en
Medio Oriente para la geopolítica global
Irais Fuentes Arzate1 |
Fuentes, I. (2025). Producción de la conflictividad en Medio Oriente para la geopolítica global. Análisis Plural, (9). |
Resumen: Desde una perspectiva de la geopolítica crítica, este artículo aborda la producción espacial del Medio Oriente como un proceso históricamente articulado en el que la conflictividad no sólo sostiene, sino que activa dinámicas fundamentales para la configuración del orden geopolítico global. Más que limitarse a cuestionar narrativas orientalistas y colonialistas, se adopta un enfoque centrado en la producción social del espacio, evidenciando cómo las relaciones de poder y violencia estructural son construcciones que emergen de procesos históricos y económicos orientados a consolidar hegemonías globales. En lugar de entender al Medio Oriente como un territorio intrínsecamente conflictivo, se analiza su producción dialéctica como espacio donde la conflictividad estructural es instrumentalizada para la reproducción del capital y la estabilidad del sistema internacional. |
Abstract: This paper, grounded in critical geopolitics, examines the spatial production of the Middle East as a historically articulated process where conflict not only sustains but activates mechanisms essential to shaping the global geopolitical order. Moving beyond a critique of orientalist and colonial narratives, it employs an approach rooted in the social production of space to reveal how power relations and structural violence are historically constructed to secure global hegemonies. By reframing the Middle East as a dynamically produced space, the analysis challenges deterministic views and highlights how structural conflict is instrumentalized for capital reproduction and the maintenance of the international system. |
Palabras clave: Medio Oriente, conflictividad, geopolítica crítica, espacialidad, estrategia |
Keywords: Middle East, conflict, critical geopolitics, spatialization, strategic |
1 Doctoranda en Estudios Feministas, maestra en Relaciones Internacionales por la uam–x y licenciada en Geografía por la unam. Profesora de asignatura en las facultades de Filosofía y Letras y Ciencias Políticas y Sociales de la unam. Especialista en Medio Oriente, feminismos, estudios de género y geopolíticas críticas.
Introducción
Los conflictos en Medio Oriente han sido una característica recurrente en la política internacional, la literatura académica y la cobertura informativa actual, no sólo por el colonialismo y apartheid de Palestina por parte del ente sionista, Israel, durante más de 70 años, sino también porque en las últimas tres décadas ha sido el enclave de las guerras con más participantes internacionales: Iraq en 1991 y 2003, Libia 2011, Siria en 2011, Yemen 2012, Líbano 2024 y el genocidio palestino desde 2023 (Fuentes–Arzate, 2024).
Las representaciones y los imaginarios colectivos dominantes sobre Medio Oriente no sólo son resultado de estos enfrentamientos, sino también son productores y legitimadores de la ocupación y la violencia cuyas principales víctimas son las sociedades que habitan o tienen alguna relación con la región. No es casualidad que miles de millones de personas percibamos el Medio Oriente en contextos negativos y particularistas a través de universales como el “terrorismo”, el “fundamentalismo islámico”, la “opresión de las mujeres” o la “riqueza petrolera”, imaginaciones prefabricadas y exageradas que se traducen en políticas y prácticas que impactan de manera directa en la región dado que contribuyen a legitimar y normalizar la intervención, la ocupación y la guerra (Fuentes–Arzate, 2024).
Incluso, algunos autores hablan de un supuesto “excepcionalismo de Medio Oriente”, con lo que refieren a que hay algo único en la región que la hace propensa a los conflictos, a la autocracia y a la miseria económica (por ejemplo, Bellin, 2004). Mientras que otros, partiendo de la teoría de la guerra civil, hablan de la propensión al conflicto abierto en Medio Oriente como resultado de sus características políticas y económicas como son los regímenes autoritarios, las economías dependientes del petróleo, el Islam y, cito textualmente, “el prolongado conflicto palestino–israelí” (Sørli et al., 2005, p.142). Estas interpretaciones suelen leer la inestabilidad política de Medio Oriente como una consecuencia de la mala gestión de los gobiernos en turno, el determinismo geográfico que esencializa y justifica el conflicto y la violencia, aunado al racismo y el orientalismo que atraviesa estas miradas que asumen el elemento religioso como el factor explicativo por antonomasia de todo lo que acontece (Fuentes–Arzate, 2024).
Sin embargo, Medio Oriente ha sido producido como un espacio atravesado por relaciones de poder cuya violencia estructural y directa es consecuencia e históricamente necesaria para mantener la superioridad de ciertas potencias mundiales y, en suma, el funcionamiento de la economía–mundo capitalista. Parto de una postura política crítica que asume el conflicto como parte constitutiva de la realidad y es irresoluble bajo el sistema–mundo capitalista patriarcal, pues es condición y medio de reproducción de lo social, aunque, no todo el tiempo se presenta en su expresión directa, sino es mucho más común su expresión sistémica, invisibilizada.
Desde la teoría de la producción social del espacio de Henri Lefebvre (2013), el espacio es un producto–(re)productor social resultado de procesos históricos mediados por relaciones de poder, y en este marco, la conflictividad no es una característica intrínseca de los espacios, sino resultado y medio de la racionalidad político–económica global. A partir de una perspectiva crítica de la geopolítica, esta región debe entenderse como espacio producido desde la conflictividad estratégica para la consolidación del sistema–mundo capitalista, el orden mundial y la forma civilizatoria imperante. Esta construcción histórica respondió inicialmente a disputas por el control del orden internacional del siglo xix y xx, pero ha perpetuado su utilidad en el mantenimiento de la dominación global.
El objetivo de este trabajo es analizar la producción espacial del Medio Oriente como un proceso histórico y político que articula la conflictividad como un mecanismo clave en la conformación de dinámicas de poder cuya función es la consolidación–perpetuación del orden geopolítico global. Este artículo se compone de tres apartados, el primero es una breve aproximación teórica a la producción de la conflictividad, el segundo identifica algunas claves históricas para comprender la producción estratégica del Medio Oriente desde principios del siglo xx hasta la década de 1990, el último apartado sintetiza acontecimientos decisivos en la producción de la conflictividad desde la llamada “guerra contra el terrorismo” hasta el genocidio actual contra el pueblo palestino. Al final se ofrecen las obligadas reflexiones finales.
Aproximaciones teóricas sobre la producción espacial de la
conflictividad
La comprensión del espacio como un producto social resulta esencial para analizar críticamente la conflictividad en Medio Oriente. Desde la perspectiva de Henri Lefebvre (2013), el espacio no es un contenedor pasivo donde ocurren los acontecimientos, sino el resultado dinámico de relaciones sociales que lo producen y, simultáneamente, lo reproducen. Este proceso no solamente refleja relaciones de poder, sino que también las configura, moldeando sujetos, cuerpos y prácticas sociales en una dialéctica incesante. Como señala Herrera (2017), “el espacio es modificado por la sociedad misma, producido por su dinámica y, a su vez, condiciona a la sociedad, la moldea y la transforma” (p.57). La praxis espacial implica una transformación recíproca entre el sujeto y el objeto, en la que el producto final adquiere autonomía respecto a su creador, tal como sostiene Sánchez Vázquez (1980, p.256).
Esta visión de la geopolítica como praxis espacial no se limita a la producción material, sino que involucra dimensiones inmateriales que configuran los modos de vida, sentidos comunes y visiones de mundo. De manera que la geopolítica es entendida como producto–productora de ensambles espaciales y temporales resultado de relaciones de poder, el modo de producción, los proyectos societales de dominación y las estrategias de administración de la vida, pero también de las contradicciones inherentes a esas dinámicas (Herrera, 2017).
En este marco, y de acuerdo con los postulados de Herbert Marcuse (2016) en su crítica al pensamiento unidimensional, el espacio geopolítico no es estático ni neutral, sino que se define por la tensión entre una dimensión hegemónica que busca erigirse como única y aquellas fuerzas negativas que la confrontan y desafían. Este enfoque resalta cómo las relaciones de clase, raza y género están intrínsecamente vinculadas con los acontecimientos globales y las relaciones interestatales, donde el sujeto, el cuerpo y la vida se convierten en elementos constitutivos y reproductores de espacios estratégicos diseñados para garantizar intereses particulares, mediados por las relaciones sociales capitalistas.
La praxis dominante da forma y movimiento al capital a través de procesos y dispositivos que racionalizan el ejercicio del poder, transformándolo en una dinámica sistémica y estratégica. El concepto de “estrategia” adquiere un significado clave: el espacio es instrumentalizado con fines específicos que trascienden lo local, buscando alcanzar objetivos a escala planetaria. Estos espacios estratégicos no son un producto natural, sino construcciones racionalizadas al servicio de la reproducción de las relaciones sociales dominantes.
La economía–mundo capitalista, tal como la plantea Wallerstein (2005), opera como un sistema histórico en el cual múltiples unidades políticas y culturales se integran dentro de una sola zona económica. Este sistema está caracterizado por una división del trabajo axial y regido por las reglas del mercado. La economía–mundo capitalista organiza la competencia económica entre entidades políticas que, aunque autónomas, son interdependientes, y si bien este sistema no abarca necesariamente todo el planeta, constituye un “mundo” por su capacidad de autorregulación y su funcionalidad estructural (Wallerstein, 2005, pp. 31–33).
En este contexto, la economía–mundo produce espacios estratégicos que, por su “valor” no intrínseco sino asignado por las relaciones de poder, se convierten en objeto de disputas y conflictos territoriales. Estos espacios, lejos de tener implicaciones meramente locales, están imbuidos en dinámicas globales, lo que les vale un carácter geopolítico. Regiones como el Medio Oriente son el resultado de procesos históricos que han articulado la violencia como herramienta para garantizar la dominación geopolítica y la acumulación que garantiza la perpetuidad de la economía–mundo capitalista.
Ejemplos como Palestina, Iraq, Siria, Líbano e incluso Afganistán ilustran cómo la región es instrumentalizada mediante una racionalidad estratégica que convierte al espacio social en un recurso y lo subordina a los objetivos de la producción y reproducción de la socialización dominante: la capitalista. En este sentido, el espacio no sólo es un escenario pasivo, sino un elemento central en la configuración de las estructuras de poder global.
A este respecto, John Agnew (2003), en su análisis de la geopolítica moderna, sostiene que los conflictos no son inherentes a los espacios, sino que son producidos históricamente a través de construcciones políticas y geográficas que responden a intereses específicos de actores dominantes. Agnew (2003) sustenta que, lo que él llama, “la imaginación geopolítica moderna” constituye un marco conceptual central en la configuración y perpetuación de los conflictos globales. Este imaginario, que tiene sus raíces en el siglo xvi pero alcanzó su máxima expresión en el siglo xix, permite concebir el mundo como una totalidad interconectada, organizada jerárquicamente y sujeta a la intervención de las potencias hegemónicas. A partir de este enfoque, se justifica la construcción de narrativas espaciales que delimitan espacios como “problemáticos” o “estratégicos”, estableciendo las bases para la producción de conflictos en beneficio de ciertos actores dominantes (Agnew, 2003, pp. 1–3, 115–120).
Los pilares fundamentales de este imaginario radican en la visualización del mundo como un espacio singular y dividido, la proyección de categorías temporales como “primitivo” versus “moderno” en clasificaciones espaciales, la centralidad del Estado como unidad política suprema y la búsqueda de supremacía por parte de las grandes potencias. Estas ideas no solamente estructuran la organización política internacional, sino que también configuran las prácticas que perpetúan desigualdades y conflictos, situando a las potencias en una posición de control sobre los espacios considerados y producidos como estratégicos (Agnew, 2003, pp. 15–20).
Siendo así, la finalidad ulterior de “la imaginación geopolítica moderna”, de acuerdo con Agnew (2003), es la producción deliberada de conflictos para afianzar las posiciones de poder de las grandes potencias. Este imaginario no es un proceso espontáneo ni derivado de dinámicas locales, sino una construcción histórica deliberada que busca moldear el espacio global en función de los intereses estratégicos de estos actores. La imaginación geopolítica moderna opera a través de herramientas discursivas, representaciones espaciales y prácticas como doctrinas políticas que jerarquizan espacios, asignándoles determinados roles específicos y justificando la intervención bajo la apariencia de un “orden global” que a menudo se presume como “pacífico” (Agnew, 2003, pp. 51–55).
Por ejemplo, Agnew (2003) argumenta que los mapas y discursos utilizados durante la Guerra Fría no sólo dividieron el mundo en bloques ideológicos, sino que también construyeron narrativas que posicionaron a regiones como Europa del Este y el Sudeste asiático como fronteras críticas que debían ser controladas para garantizar el equilibrio global (pp. 51–55). Estas representaciones no solamente configuraron la percepción de esos espacios, sino que también legitimaron intervenciones externas destinadas a consolidar las jerarquías globales y los intereses de las potencias dominantes. En la antigua Yugoslavia, los intereses de Estados Unidos y Alemania moldearon la narrativa del conflicto en función de sus propias agendas geopolíticas, exacerbando las divisiones internas y contribuyendo a la fragmentación espacial (Agnew, 2003). Así, la imaginación geopolítica moderna, como herramienta conceptual y práctica, ha sido un mecanismo fundamental para la producción, perpetuación y naturalización de conflictos en diferentes contextos históricos y geográficos.
Desde luego, todas las regiones del mundo han sido creadas, imaginadas y naturalizadas a través de diversos discursos y prácticas históricas, económicas y políticas, sin embargo, la particularidad del Medio Oriente es que le atraviesa y media la praxis orientalista. Edward Said (2008) sustenta que el orientalismo es una forma de pensamiento y práctica que se basa en la distinción ontológica y epistemológica entre Oriente/Occidente, es una institución colectiva que trata de hacer declaraciones sobre Oriente, descubrirlo, enseñarlo, colonizarlo y decidir sobre él; se trata de un tipo de praxis política orientada a la dominación que pretende reestructurar y tener autoridad sobre Oriente.
Oriente, en este sentido, no es una entidad ontológica ni esencialista, sino el resultado de un proceso histórico en el que representaciones, discursos y prácticas consolidaron una hegemonía cultural que legitimó la dominación y la reestructuración de estos espacios. El orientalismo no sólo opera como un marco cultural e ideológico, sino también como una práctica política que produce subjetividades y configura el espacio a partir de una representación de Oriente como “lo otro” frente a Occidente.
Esta instrumentalización de Medio Oriente como espacio fragmentado tiene consecuencias profundas para sus habitantes, quienes se convierten en las principales víctimas de las crisis políticas derivadas de la desestabilización regional. La historia de la instrumentalización del espacio en esta región muestra cómo el trazado de fronteras arbitrarias, la injerencia de actores regionales y extrarregionales, y el enfrentamiento por el control de enclaves estratégicos despojan y aniquilan el espacio para obtener los beneficios energéticos, y por el enfrentamiento entre líderes políticos locales y extranjeros por el control de los enclaves estratégicos.
A continuación, examinaremos cómo las dinámicas de poder, lejos de ser homogéneas o universales, adquieren formas específicas que responden a las intersecciones de clase, raza y género, configurando relaciones sociales y espaciales que no pueden entenderse de manera aislada. El conflicto, en este sentido, no se limita a los espacios de enfrentamiento abierto y directo, sino que se presenta sobre todo de manera sistemática, en formas de violencia estructural e imperceptible que sostienen las jerarquías globales y locales. En el siguiente apartado, identificamos algunas las claves históricas para comprender la producción del Medio Oriente como un espacio de conflicto, fundamental para el mantenimiento de las estructuras de poder y el orden global.
Claves históricas para comprender la producción estratégica del
Medio Oriente
“El concepto de Medio Oriente1 en sí mismo tiene su propia historia; se trata de una categoría eurocéntrica generalizada por el imperio británico a partir de una cierta división del mundo creada para administrar sus dominios de ultramar” (Conde, 2016, p.31). Esta región está conformada por la historia política de aquellas sociedades que la producen a partir de sus respectivos lenguajes —por ejemplo, árabe, persa, kurdo, turco, turcomano, tamazight, azerí, baluchi, entre otros—, religiones —musulmana, cristiana, judía, zoroastra, bahaí, masdea, maniquea, entre otras—, culturas, organizaciones y reproducciones sociopolíticas que integran un espacio diverso y contradictorio, así como del carácter político de las resistencias al poder que le atraviesa y constituye.
Las resistencias y los movimientos subalternos son recurrentes en Medio Oriente y los ejemplos van desde la lucha histórica por la autodeterminación kurda, los levantamientos populares de 2011, la lucha constante por la liberación de Palestina, la revolución iraní de 1979, la diversidad de movimientos de mujeres por el reconocimiento y el alto a la violencia, por mencionar algunos. Esto es de suma importancia, ya que cabe reconocer la producción espacial de la región a partir de las subjetividades políticas de las sociedades que la integran y producen, tal como sustenta Asef Bayat en su obra Revolution without Revolutionaries (2017).
Sin embargo, Medio Oriente también es resultado de relaciones de poder y proyectos y estrategias políticas a escala mundial que habilitan proyectos de dominación hegemónicos que no son sólo consecuencia, sino necesarias para el ordenamiento civilizatorio actual. En el siglo xix los imperios europeos destacaron en lo económico por el proceso de acumulación por despojo2 de las colonias en África, América y Asia, lo que les posibilitó someter materialmente las economías y las estructuras políticas de otros espacios “no occidentales”. La carrera económico–militar de estos imperios sólo fue posible a partir de la instrumentalización de muchos otros espacios no europeos, a los que se les ha adjudicado valores en función de alcanzar la superioridad económica y político–militar que representaba el capitalismo anterior a la Primera Guerra Mundial (1914–1918) (Fuentes–Arzate, 2024).
El Imperio Otomano, y más específicamente Egipto, representaba un enclave estratégico para conectar a Gran Bretaña con su principal colonia, la India, por lo que la campaña de Napoleón Bonaparte en Egipto de 1798 abrió las puertas a la colonización del imperio. La apertura del Canal de Suez en 1869, bajo mandato británico, modificó las relaciones políticas del imperio, mediante una lucha de fuerzas locales y extranjeras para mantener el acceso al enclave que conectaría a Europa Occidental con toda Asia y gran parte de África (Fuentes–Arzate, 2024).
A principios del siglo xix los imperios europeos iniciaron un proceso de expansión en la región mediante campañas militares, tratados y concesiones que terminaron por minar su economía y sus estructuras políticas (Gelvin, 2011). En el periodo que rodeó la Primera Guerra Mundial, los territorios del imperio Turco–Otomano y el imperio Persa–Qayar ya se habían insertado en la economía–mundo capitalista desde hace un siglo a través de las deudas contraídas con el bloque europeo y el régimen de capitulaciones3 que posibilitó el afianzamiento del colonialismo. Estas injerencias ocasionaron fracturas en el Imperio Otomano, la dinastía Qayar en Irán y en el Makhzen en Marruecos, que se tradujo en la pérdida de autonomía de estas sociedades frente a la consolidación del liderazgo europeo en la economía–mundo capitalista (Conde, 2016). Estas formas de gobierno se reestructuraron para frenar el impacto de la colonización mediante la centralización del poder en la burocracia y el ejército primordialmente (Laurens, 2013).
“Los intereses empresariales europeos generaron nuevas problemáticas en las relaciones económico–políticas y culturales en diversas regiones del mundo, incluida Europa; guiaron los contornos del mundo moderno y el establecimiento de jerarquías de riqueza y poder que han persistido” (Lockman, 2010, p.52). Durante el siglo xx, al filo de la Primera Guerra Mundial, el almirante estadounidense Alfred T. Mahan utilizó la categoría “Medio Oriente” para referirse a la región entre el Canal de Suez y hasta Singapur (Özalp, 2011, p.8).
Mahan defendía que el gobernante del mundo sería el poder que gobernara los mares, y sostenía que Gran Bretaña debía garantizar la seguridad de India y el Lejano Oriente, así como también mantener segura la ruta a estas regiones, para lo cual debía asegurar el Golfo Pérsico. La línea transiberiana de Rusia y el avance en Asia Central en particular hizo que los rusos se acercaran peligrosamente al Pacífico y la India. En este contexto, el Golfo Pérsico fue el “salto piedra” después del Canal de Suez (inaugurado en 1869) para asegurar su paso a la India (Özalp, 2011).
El concepto de “Medio Oriente” fue generalizado durante la contienda mundial, puesto que no sólo fue escenario de guerra, sino que el Golfo Pérsico, el golfo de Adén, el canal de Suez, los estrechos de Ormuz, Dardanelos y el Bósforo fueron decisivos para el triunfo de la Triple Entente y fundamentales para el abastecimiento de recursos estratégicos al resto del mundo (Fuentes–Arzate, 2024). Es de suma relevancia precisar que en este proceso se piensa esta extensión geográfica como una sola región, es decir, los territorios que le pertenecían al recién disuelto Imperio Turco–Otomano junto con Irán y la península arábiga por cuestiones estratégicas para la geopolítica que estaba tomando forma.
Los tratados Sykes–Picot de 19164 representan un punto crucial, pues Gran Bretaña y Francia se distribuyeron los territorios del Imperio Otomano y establecieron las fronteras de lo que actualmente es Palestina, Líbano, Siria, Jordania e Iraq. La colonización implicó la transformación e imposición de un tipo de praxis espacial orientada a la dominación que asegura la superioridad militar y económica de las potencias occidentales a través del trazado de fronteras, la forma de los Estados–nación, los tratados y acuerdos internacionales, así como las formas en que estos territorios se engranaron a la economía–mundo capitalista.
Los hallazgos de petróleo en Irán en 1908, en Arabia Saudita en 1938 y la construcción de compañías petroleras bajo mandato británico incrementaron el interés de las potencias y el valor de cambio que éstas le adjudicaron al Medio Oriente (Fuentes–Arzate, 2024). Asimismo, la consolidación ilegítima de un Estado judío en Palestina por la partición de 1947 que ratificó la Organización de Naciones Unidas (onu), fue una estrategia para desplazar las contradicciones que los Estados europeos habían provocado a lo largo de decenas de años de discriminación contra su población de origen judío y que desencadenó en el Holocausto. La creación del Estado de Israel en 1948 se realizó a costa de la Nakba palestina (el gran desastre) que dejó al menos 750,000 desplazados palestinos y palestinas, así como una serie de enfrentamientos entre los países de la Liga Árabe contra el ente sionista Israel en 1948, 1956, 1967 y 1973 (véase, Pappé, 2006).
Bajo estas características estratégicas producidas histórica y políticamente, las principales potencias se disputaron para atraer a los países recién independizados a su rango de influencia otorgando medios, políticas y marcos legales que blindaron a los círculos de poder locales. Esto ayudó a la consolidación de un conjunto de dictaduras militares a partir de la década de los setenta, como fue el caso de Egipto, Iraq, Siria, Libia, Yemen, Túnez, sin hablar de las monarquías del Golfo (Cleveland y Bunton, 2016). Cabe decir que estos gobiernos no respondieron necesariamente a la influencia occidental de todas sus decisiones e intereses, pero sí condicionaron la apertura económica, las empresas extranjeras que no pagan impuestos en estos países, la venta de energéticos a costos preferenciales, la venta de armas, un escenario de no confrontación con Israel a pesar del colonialismo y la limpieza étnica, por mencionar algunas (Fuentes–Arzate, 2024).
Arabia Saudita y Estados Unidos mantienen una alianza estratégica basada en los principios establecidos en el histórico Pacto Quincy de 1945.5 Este acuerdo informal sentó las bases para una cooperación clave: Arabia Saudita garantizaría el suministro estable de petróleo a Estados Unidos a cambio de su apoyo en materia de seguridad y defensa al reino. Aunque la relación ha evolucionado con los cambios geopolíticos y energéticos globales —por ejemplo, tras eventos como la crisis del petróleo de 1973, los conflictos en el Golfo Pérsico y la llamada guerra contra el terrorismo—, los fundamentos de esta alianza estratégica siguen siendo un eje central en las interacciones entre ambos países (Cleveland y Bunton, 2016).
Durante la época de las dictaduras militares, a partir de 1970, los gobiernos de ese momento se mantuvieron firmes en el poder estatal por medio de corrupción, represión y militarización apoyadas por Estados Unidos, máximo vendedor de armamento a Medio Oriente. Vendió armas a Emiratos Árabes Unidos, Israel, Qatar, Arabia Saudita, Iraq, Egipto, por mencionar algunos. Occidente ha apoyado activamente la consolidación de estos gobiernos porque se beneficia en gran medida del acceso sin restricciones a la región del Golfo Pérsico, al estrecho de Ormuz, al canal de Suez y, por supuesto, al gran negocio de la venta de armas. Se trata de una región altamente militarizada, auspiciada por la propensión al estallido del conflicto abierto y armado, y esta propensión ha sido históricamente producida.
Desde la década de los setenta diversas organizaciones islamistas6 tomaron mayor fuerza, muchas de ellas con un sentido antiimperialista bien definido. En los años sucesivos, estas organizaciones, cada vez más fortalecidas por un sentimiento antiimperialista que permeaba a la sociedad, encabezaron las resistencias contra el colonialismo, la ocupación y la guerra. Si bien surgen como respuesta a la violencia y la colonización, lo cierto es que también son respuestas frente al fracaso de los Estados de la región para proveer servicios sociales básicos.
Cabe precisar que durante la Guerra Fría muchas organizaciones islamistas fueron apoyadas financieramente por Occidente en el marco del Pacto de Bagdad de 19557 referente a la contención del comunismo, puesto que muchas organizaciones islamistas no cuestionaban el modelo capitalista en contraste con la resistencia comunista. Para diversas organizaciones islamistas, no estaba dentro de sus objetivos la confrontación y la disolución de las relaciones de poder capitalistas, sino ocupar las posiciones más privilegiadas dentro de la jerarquía capitalista–patriarcal.
La disolución de la Unión Soviética en 1991 marcó un punto de inflexión en la reconfiguración de la geopolítica global, proporcionando a Estados Unidos una oportunidad sin precedentes para consolidar su hegemonía e imponer el modelo neoliberal a escala global. Este proceso se manifestó con claridad en la guerra del Golfo de 1991, cuando la intervención militar estadounidense, bajo el pretexto de defender Kuwait, no sólo obligó al presidente iraquí Saddam Hussein a replegarse, sino que también sentó las bases para la desintegración progresiva del régimen baazista que había gobernado Iraq desde 1968. Este proyecto culminó con la invasión de 2003, un episodio que no solamente desmanteló el gobierno iraquí, sino que desató un ciclo de violencia y fragmentación política con implicaciones locales y regionales de largo alcance. A partir de aquí, el siguiente apartado examinará cómo estas prácticas de producción de conflicto se han intensificado en el siglo xxi, conectando lo local con las dinámicas globales y explorando los efectos de esta conflictividad en la consolidación del orden mundial contemporáneo.
De lo local a lo global: la producción de la conflictividad en el siglo xxi
El inicio del siglo xxi está marcado por un evento que transformó profundamente las dinámicas de poder global y consolidó la política de securitización como eje central de la geopolítica contemporánea: los atentados del 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, este hito no puede entenderse de manera aislada, sino en sintonía con el llamado “Nuevo orden unipolar”, proclamado por George H. Bush en 1991 tras la desintegración de la Unión Soviética. Este “nuevo orden mundial” postulaba una era de hegemonía estadounidense sustentada en la promoción de valores liberales como la democracia y el libre mercado, pero que también incluía un componente militarizado orientado a garantizar la supuesta estabilidad en regiones estratégicas para los intereses de Estados Unidos. Este marco discursivo sirvió para justificar la posterior “guerra contra el terrorismo”, presentada como una respuesta necesaria al ataque contra la seguridad estadounidense, que, en realidad, operó como un mecanismo para mantener y expandir su dominio global.
En este contexto, el alegato del “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington adquirió una relevancia significativa, al proporcionar un sustento ideológico que vinculaba el islam con la amenaza existencial contra Occidente. Huntington, en The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order (1996), argumenta que tras el fin de la Guerra Fría los conflictos globales ya no serían definidos por divisiones ideológicas o económicas, sino por diferencias culturales y religiosas. Según Huntington, “el islam tiene fronteras sangrientas” y los conflictos entre musulmanes y no musulmanes son una constante histórica, lo que lo llevó a identificar al islam como una civilización inherentemente conflictiva (Huntington, 1996, p.258). Bajo su narrativa, el islam es presentado como una fuerza política unificada que amenaza la estabilidad mundial, reforzando la percepción de que el terrorismo y el fundamentalismo islámico son expresiones inherentes a su existencia.8
En términos de Agnew (2003), esta narrativa forma parte de la imaginación geopolítica moderna, en la que los conflictos son producidos y gestionados estratégicamente para consolidar el poder de las potencias. La política de securitización global configuró nuevas formas de dominación, donde las representaciones culturales y religiosas fueron utilizadas como pretexto para justificar el control territorial y político de regiones estratégicas bajo la premisa de garantizar la seguridad global (Agnew, 2003, pp. 51–55). Esta guerra abrió la posibilidad para que Estados Unidos ampliara su despliegue económico–militar en el Medio Oriente.
El 11 de septiembre reestructuró el ordenamiento global a partir de la forma de ejecución de las guerras que marcó el inicio de una cultura de seguridad, la reorganización de los servicios de inteligencia y la reinterpretación de la legislación mundial (Blanco, 2011). Bajo este marco, las sucesivas invasiones de Afganistán (2011) y de Iraq (2003) por parte de Estados Unidos agudizó los conflictos al interior, entre los que sobresalen el fortalecimiento de organizaciones islamistas armadas y no armadas, así como la creciente influencia de actores regionales como Arabia Saudita, Irán y, por supuesto, Israel.
Desde la década de los ochenta Medio Oriente experimentó una aguda crisis económica producto de las fluctuaciones en los precios del petróleo, el crecimiento demográfico acelerado y los costos de guerras interminables, lo que exacerbó las limitaciones estructurales de los Estados de la región. En respuesta, muchos gobiernos emprendieron procesos de liberalización económica que, lejos de solucionar las tensiones sociales, profundizaron las desigualdades y consolidaron estructuras autoritarias mediante una creciente represión estatal. Como plantea Hamid Dabashi (2017), estas políticas no fueron simplemente respuestas locales, sino estrategias dentro de una red global de poder que instrumentalizó la región para mantener un orden capitalista neoliberal que dependía de la producción constante de conflictividad como herramienta de control y reconfiguración geopolítica.
El legado colonial y poscolonial facilitó el establecimiento y la perpetuación de dictaduras que, blindadas por el apoyo de potencias occidentales, se convirtieron en piezas clave de este sistema. Para 2011, figuras como Hosni Mubarak en Egipto, con 29 años en el poder, Muamar Gadafi en Libia, con 40 años, y Abdullah Saleh en Yemen, con 33 años, eran ejemplos emblemáticos de regímenes profundamente arraigados en un sistema político internacional que no sólo toleraba, sino que activamente respaldaba su continuidad para garantizar la estabilidad de sus intereses (Dabashi, 2017). Estas condiciones ilustran cómo la conflictividad en la región es producida y mantenida, no como un fenómeno intrínseco, sino como un mecanismo estructural dentro del sistema global.
En 2011 el estallido de movimientos subalternos contra los poderes coloniales y nacionales puso en evidencia las dinámicas de intervención de las potencias mundiales y de los Estados más influyentes de la región. Tras la represión de estas rebeliones, los gobernantes locales, regionales y las fuerzas extranjeras, renuentes a permitir transformaciones que amenazaran el statu quo, consolidaron alianzas estratégicas para respaldar a determinados gobiernos y socavar a otros (Conde, 2018). Impulsados por el temor de que estos movimientos subalternos pudieran derivar en revoluciones exitosas, como el caso emblemático de Rojava, que proponían dinámicas políticas y sociales fuera de su control, las monarquías de la región destinaron cientos de millones de dólares para sofocar estas insurgencias. Estos esfuerzos se concentraron en impedir cambios significativos en Yemen y Siria, al tiempo que buscaban revertir los logros de las revoluciones en Egipto y Túnez (Conde, 2018).
Potencias extrarregionales como Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia, así como actores regionales como Israel tienen intereses particulares que defender en la región, por lo que sus líderes han impulsado sus propias iniciativas que no sólo compiten entre sí, sino que además buscan evitar el estallido de las resistencias como aquellas que vieron la luz a raíz de los movimientos subalternos de 2011 (Conde, 2018).
Mientras tanto, Palestina continúa siendo el epicentro de una de las expresiones más brutales de violencia sistémica. Desde los Acuerdos de Camp David de 1979 hasta los de Oslo en 1993 y Camp David ii en 2000, los intentos de negociar una paz duradera entre Israel y Palestina no sólo fracasaron, sino que cimentaron un sistema de opresión estructural. Como señala Ignacio Álvarez–Ossorio (1999), Oslo no resolvió las demandas esenciales de la población palestina, como el derecho al retorno de los refugiados, el estatus de Jerusalén o la retirada de los asentamientos ilegales, en cambio, estableció un sistema de apartheid que consolidó la fragmentación del territorio palestino.
Este proceso, conocido como la bantustanización de Cisjordania, permitió a Israel mantener el control sobre la mayoría del territorio mientras delegaba una administración limitada a la Autoridad Palestina. Además, el fracaso de estos acuerdos legitimó la construcción del muro de separación en 2002, que formalizó la segregación espacial y perpetúa el despojo. Estos “procesos de paz” sirvieron como fachada para afianzar un régimen de ocupación que ha derivado en la intensificación de la violencia y el actual genocidio palestino, amparado por la inacción de la comunidad internacional y un orden político global cómplice (Álvarez–Ossorio, 1999).
El genocidio perpetrado contra las y los palestinos por el Estado sionista de Israel constituye una estrategia deliberada que combina prácticas de limpieza étnica y aniquilación sistemática. El genocidio fue reconocido formalmente por la Corte Internacional de Justicia (cij) en enero de 2024, en que subrayó la gravedad de las condiciones inhumanas impuestas a la población palestina, incluidos los bombardeos indiscriminados, los bloqueos económicos y el aislamiento prolongado de comunidades enteras, prácticas que constituyen claros actos de despojo y exterminio colectivo (cij, 2024). La cij, en sus opiniones consultivas de 2024, reconoció que la ocupación y las políticas de Israel en los territorios palestinos violan principios fundamentales del derecho internacional y constituyen una amenaza continua para la población palestina, agravando un proceso de violencia que debe ser catalogado como genocidio (cij, 2024).
Por último, no se puede atribuir toda la inestabilidad de Medio Oriente únicamente a la injerencia extranjera; sin embargo, tampoco es posible ignorar cómo ésta ha interactuado con las dinámicas locales de corrupción, clientelismo, nepotismo, autoritarismo y regímenes dictatoriales. Los gobiernos locales, aunque responsables de estas prácticas, han sido sostenidos y fortalecidos por alianzas con potencias extranjeras que, lejos de buscar la democratización o el desarrollo social, han consolidado Estados política y militarmente robustos, pero profundamente frágiles en términos sociales. Esta interacción ha configurado un sistema que utiliza las luchas internas como herramientas para perpetuar estructuras de poder global, reafirmando que Medio Oriente es un espacio estratégicamente conflictivo, clave para la reproducción del orden global capitalista y la consolidación de intereses geopolíticos hegemónicos.
Reflexiones finales
El presente artículo tuvo el objetivo de analizar la producción espacial del Medio Oriente como un proceso histórico y político que articula la conflictividad como un mecanismo clave en la conformación de dinámicas de poder, cuya función principal ha sido la consolidación y perpetuación del orden geopolítico global. A partir de una perspectiva crítica de la geopolítica, el texto abordó cómo las dinámicas de poder han moldeado la región no como un espacio inherentemente conflictivo, sino como una construcción histórica instrumentalizada para garantizar la reproducción de sistemas de dominación global.
Esta producción espacial estratégica se evidencia en la forma en que las potencias extranjeras han intervenido directa e indirectamente en la región, configurando sus fronteras, manipulando sus sistemas políticos y económicos, y legitimando la violencia a través de discursos orientalistas que deshumanizan a las poblaciones locales. La producción espacial de Medio Oriente se ha vinculado estrechamente con el sostenimiento de la economía–mundo capitalista y la configuración de relaciones de poder desiguales. La instrumentalización de la región no solamente ha permitido el control de sus recursos energéticos y territorios estratégicos, sino que también ha sido un espacio donde se prueban y perfeccionan formas de militarización, vigilancia y control poblacional. Este proceso ha resultado en una fragmentación deliberada del espacio y en una violencia estructural sostenida que afecta a las poblaciones en formas materiales e inmateriales.
La perpetuación de regímenes autoritarios y la deshumanización de las poblaciones locales, como en el caso del genocidio palestino, demuestran cómo las narrativas de progreso y desarrollo han sido utilizadas para justificar formas extremas de violencia y despojo. En resumen, la producción de la conflictividad en Medio Oriente es tanto una herramienta como una consecuencia del sistema global. La región no es únicamente un escenario de conflicto, sino una construcción estratégica que refleja las contradicciones inherentes del capitalismo–patriarcal. Estas contradicciones no únicamente han moldeado la historia de la región, sino que continúan definiendo su papel en la geopolítica global del siglo xxi. Así, el genocidio palestino actual no puede entenderse como un evento aislado, sino como la culminación de un proceso histórico de deshumanización y violencia legitimado por un orden internacional profundamente desigual. Este panorama invita a repensar las narrativas predominantes y a construir análisis que aborden las causas estructurales y sistémicas de la conflictividad, reconociendo a Medio Oriente como un espacio clave en la reproducción de las dinámicas de poder global.
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1 El término “Medio Oriente” es una categoría eurocéntrica que surge en el contexto colonial para designar una región cuya definición responde más a los intereses estratégicos de las potencias occidentales que a una realidad geográfica o cultural intrínseca. Este concepto se utilizó para nombrar a un espacio geopolítico clave desde una perspectiva occidental, particularmente en relación con el acceso a rutas comerciales y recursos energéticos. Por esta razón, muchos autores y autoras prefieren emplear el término “Asia suroccidental”, una denominación que, aunque tampoco está exenta de críticas, busca alejarse de la carga colonial del término “Medio Oriente” (Halliday, 2005; Makdisi, 2002). Sin embargo, en este trabajo se opta por utilizar el término “Medio Oriente” debido a su uso generalizado en la literatura académica y en los debates políticos contemporáneos, pero reconociendo plenamente que se trata de una categoría eurocéntrica. Este reconocimiento es clave para argumentar que la propia producción de la región no se limita a su nombramiento o designación, sino que incluye una producción espacial históricamente construida en función de intereses externos y estructuras de poder global.
2 La acumulación por despojo, desarrollado por David Harvey en El nuevo imperialismo (2004), se construye a partir de la noción de acumulación originaria de Marx, pero sobre todo de los postulados de Rosa Luxemburgo. Luxemburgo argumentó que el despojo no es exclusivo de la fase inicial del capitalismo, como plantea Marx en relación con el colonialismo, sino que es un proceso continuo e incesante que constituye una condición estructural del capitalismo. Harvey retoma esta perspectiva para sustentar cómo, a través de mecanismos como la privatización, la mercantilización, la desregulación y el uso de la violencia, se transfieren recursos, bienes comunes y riqueza desde las clases desposeídas hacia élites capitalistas. Este proceso no solamente perpetúa desigualdades económicas, sino que también reconfigura las relaciones sociales y políticas a escala global, consolidando jerarquías de poder (Harvey, 2004).
3 Las capitulaciones pasaron a ser una serie de leyes que favorecían a privados extranjeros y que permitieron la constitución de grandes propiedades en el Imperio Otomano. El objetivo principal de estas capitulaciones era definir y dar garantías e inmunidad a los extranjeros, en particular a los comerciantes, que vivían en el Imperio (Tolan, et al, 2013, p.216).
4 El Acuerdo Sykes–Picot de 1916 fue un pacto secreto firmado por primera vez entre Gran Bretaña, Francia y Rusia para dividir las provincias árabes del Imperio Otomano en esferas de influencia controladas por estas potencias tras la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, tras la Revolución de Octubre de 1917, Rusia se retiró del acuerdo, lo que llevó a su renegociación entre París y Londres en 1918. Este acuerdo fue posteriormente ratificado por la Liga de las Naciones en forma de “mandatos provisionales”, lo que formalizó la administración colonial de estos territorios bajo el pretexto de preparación para la independencia. Este tratado, que ignoró las promesas de independencia hechas a los líderes árabes, sentó las bases para la fragmentación y los conflictos en el Medio Oriente contemporáneo (Gelvin, 2011, pp. 223–226).
5 El Pacto de Quincy fue un encuentro que tuvo lugar el 14 de febrero de 1945 entre el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, y el rey Abdulaziz Ibn Saud, de Arabia Saudita, a bordo del uss Quincy en el Gran Lago Amargo, Egipto. Este encuentro marcó el inicio de una alianza estratégica entre ambos países, basada en el suministro de petróleo saudí a cambio de garantías de seguridad por parte de Estados Unidos. Este acuerdo informal consolidó una relación en la que Estados Unidos se comprometía a la defensa de Arabia Saudita, mientras que el reino aseguraba el acceso estadounidense a sus vastas reservas petroleras (Vitalis, 2006).
6 De acuerdo con John O. Voll (2013), el islam político, o islamismo, se entiende como un proyecto de “islamización de la modernidad”, en contraposición a los esfuerzos previos de modernizar el islam para ajustarlo a valores occidentales. Este fenómeno surge en el contexto del colonialismo y las guerras mundiales, donde el islam, percibido como un obstáculo para la modernización, se reconfiguró para desempeñar un papel central en las dinámicas de modernización de las sociedades musulmanas. Voll identifica dos enfoques principales del islam político: uno que busca islamizar la sociedad mediante el control del Estado y la instrumentación de la sharia, como ocurre en la República Islámica de Irán, el actual Afganistán y Arabia Saudita, y otro que persigue la transformación social desde las bases, ganando los “corazones y mentes” de la población para propiciar un cambio político, como ejemplifica el caso de los Hermanos Musulmanes en Egipto (para más véase, Esposito et al., 2013).
7 El Pacto de Bagdad, firmado en 1955, fue una alianza militar auspiciada por Estados Unidos y Reino Unido, cuyo propósito era contener la influencia comunista de la Unión Soviética en el Medio Oriente durante la Guerra Fría. Formalmente conocida como la Organización del Tratado Central (cento) tras la retirada de Iraq en 1959, el pacto incluía a Turquía, Irán, Paquistán, el Reino Unido e inicialmente Iraq, con el objetivo de formar un cinturón defensivo al sur de la Unión Soviética. Aunque no fue firmado directamente por Estados Unidos, éste apoyó la alianza económica y militarmente, viéndola como un componente clave de su estrategia de contención. Sin embargo, el pacto generó tensiones internas en la región, al ser percibido como una extensión del colonialismo occidental y provocar divisiones entre los estados árabes, muchos de los cuales, liderados por Egipto bajo Gamal Abdel Nasser, se alinearon con el movimiento no alineado y se opusieron al pacto (Ansari, 2007).
8 Islam e islam político no son sinónimos. Mientras que el islam se refiere a la religión cuyo libro sagrado es el Corán y cuyo último profeta es Mohammad, el islam político es un movimiento político moderno que busca articular principios islámicos en la organización social y gubernamental. Es importante destacar que ninguna de estas categorías es homogénea, tanto el islam como el islam político son fenómenos profundamente diversos, con múltiples interpretaciones y manifestaciones que varían según los contextos históricos, culturales y sociales (Esposito, 1997).