Ethos

doi: 10.31391/ap.vi2.29

Democracia para la crítica. Crítica para la democracia

Ilsse Carolina Torres Ortega

iteso

torresilsse@iteso.mx

orcid: 0000-0002-5929-9137

Torres, I. (2022). Democracia para la crítica. Crítica para la democracia. Análisis Plural, (2).

Resumen:

En este ensayo se presentan algunas reflexiones sobre la función que cumple —o debería cumplir— la crítica en las democracias y sobre los riesgos de una ciudadanía con deficientes capacidades para desarrollarla. Para ello, la autora parte del modelo de democracia deliberativa como el marco que dota de sentido la discusión sobre el tipo de crítica que nutre la vida en comunidad y nos permite establecer acuerdos entre nuestros diversos intereses. A partir de ello, se propone un sentido de crítica —o de lo crítico— adecuado para las aspiraciones del proyecto democrático. Finalmente, se exploran algunos de los obstáculos que minan la calidad del debate crítico y que han de superarse para erigirnos como ciudadanía crítica.

Abstract:

This essay presents some reflections on the function that criticism fulfills—or should fulfill—in democracies and on the risks of a citizenry with deficient capacities to develop it. To this end, the author starts from the model of deliberative democracy, as the framework that gives meaning to the discussion on the type of criticism that nourishes community life and allows us to establish agreements among our diverse interests. On this basis, it proposes a sense of criticism—or of the critical—appropriate to the claims of the democratic project. Finally, it explores some of the obstacles that undermine the quality of critical debate and that must be overcome in order to become a critical citizenry.

Palabras clave:

crítica, democracia, ciudadanía, deliberación, comunidad

Keywords:

criticism, democracy, citizenship, deliberation, community

Introducción

Pensar en el contexto sociopolítico del país evoca una letanía de acontecimientos desafortunados. La falta de capacidades y la indolencia de las instituciones estatales para hacer frente al desastre de la inseguridad nos han llevado a sentirnos abandonados por el poder público. La falta de solidaridad, el individualismo extremo y el mal radical con el que convivimos cotidianamente nos han dejado indefensos también entre nosotros mismos. La democracia va a la deriva porque no parece haber comunidad democrática posible en estas circunstancias.

A una elaboración como la anterior le pueden seguir numerosos comentarios. Se podría sostener que esa descripción es aún muy benévola frente a los padecimientos reales de la sociedad mexicana; que esa situación es insuperable y no queda más opción que la supervivencia; que se trata de una exageración, puesto que nuestra joven democracia, aunque débil, mantiene un latido fuerte. Es posible desarrollar un análisis más minucioso de alguno de los elementos ahí señalados y explorar posibles causas y propuestas de solución, o bien aprovechar la ocasión para distribuir culpas, señalando a algún partido político o a un grupo de poder específico. También podría no seguirse nada más, es decir, absoluto silencio.

Todo lo anterior constituye alguna forma de ejercicio crítico que, sin embargo, implica posturas y rumbos de acción diferentes. Ahora bien, ¿cualquiera de estas manifestaciones puede considerarse el tipo de crítica que contribuye al debate democrático?, ¿hay, quizá, formas de crítica que resultan más edificantes que otras?, ¿hay diferencia entre una crítica y otras expresiones, como puede ser una mera opinión o una manifestación de censura?

En las siguientes líneas pretendo ofrecer algunas ideas sobre la función que cumple o debería cumplir la crítica en las democracias y sobre los riesgos de una ciudadanía con deficientes capacidades para desarrollarla. Para ello, llevaré a cabo el recorrido siguiente. En primer lugar, presentaré algunas reflexiones generales sobre la democracia deliberativa como el marco que dota de sentido la discusión sobre el tipo de crítica que nutre la vida en comunidad y nos permite establecer acuerdos entre nuestros diversos intereses. En segundo lugar, esto permitirá presentar el que, me parece, sería un sentido de crítica —o de lo crítico— adecuado para las aspiraciones del proyecto democrático. En seguida exploraré algunos de los obstáculos que, en la práctica de nuestras comunidades, minan la calidad del debate crítico y que han de superarse para erigirnos como ciudadanía crítica.

Crítica y democracia

La reflexión sobre la estructura y forma de organización de la sociedad es, seguramente, una de las ideas más exploradas en la historia de la humanidad. Como señala C. Castoriadis (2005), “no hay ser humano extrasocial; no existe ni como realidad ni como ficción coherente de un ‘individuo’ humano como ‘sustancia’ —asocial, extrasocial o presocial—” (p. 144). Ser humano no puede entenderse, pues, sin su socialización, y esta dimensión intersubjetiva que le es intrínseca ha motivado la búsqueda por la forma de organización social mejor fundamentada.

Sin embargo, la democracia contemporánea es muy distinta de la de otros tiempos. Las experiencias de la primera mitad del siglo xx —tendencias dictatoriales, fascistas, anarquistas, etc.— provocaron una ola de reflexiones sobre cómo reconstruir las estructuras democráticas. Luego de estas convulsiones la tendencia consistió en reforzar el papel de los agentes políticos y de los órganos representativos con el objetivo de lograr eficiencia y estabilidad. Ya en la segunda mitad del siglo xx las instituciones democráticas y los encargados de velar por los intereses generales entraron en una crisis de deslegitimación, perdiendo la confianza de la ciudadanía. La democracia renovada había prescindido de los ciudadanos, quienes no tenían voz en el proceso de toma de decisiones políticas sobre sus intereses. Las comunidades políticas se hacían más complejas y diversas al tiempo que la clase política subrayaba su carácter de élite.

La discusión sobre la democracia regresó a la cuestión sobre la legitimidad política. Entre otras importantes influencias de la época, la teoría de la justicia de J. Rawls (1999), así como la teoría de la acción comunicativa de J. Habermas (2010) habían causado una profunda impresión en el medio académico, subrayando, si bien mediante distintos proyectos, la importancia de la legitimidad procedimental en la toma de decisiones. Así, en esta misma línea, a partir de la década de los ochenta se desarrolló y consolidó el concepto1 y el modelo de democracia deliberativa, convirtiéndose en la fundamentación dominante hasta nuestros días.

De acuerdo con J. L. Martí (2006), la democracia deliberativa es un modelo político normativo que tiene como propuesta básica que las decisiones políticas sean tomadas mediante un proceso de deliberación democrática. Se trata, así, de un modelo de toma de decisiones, en tanto que esta deliberación colectiva justifica o legitima las decisiones políticas (p. 22). La deliberación se convirtió en una forma de combatir la idea negativa de una ciudadanía volcada en sus preferencias individuales a la que una élite de personas —mejor preparadas y familiarizadas con la búsqueda del bien común— debían contener y dirigir. El proyecto deliberativo prometía empoderar a los ciudadanos, haciéndolos partícipes de la comunidad y de las decisiones orientadas a organizarla.

Otro cambio importante llegó de la mano del auge de la deliberación: el giro hacia lo normativo y la desaceleración de posturas escépticas. Y es que la deliberación no presenta un modelo cualquiera, sino uno que permitiría tomar decisiones justificadas de deber ser. De ahí que uno de los proyectos más potentes del siglo pasado sea, precisamente, el de la ética discursiva, pues la posibilidad de comprendernos los unos a los otros a través de la práctica de la deliberación abría el camino de la justificación racional de enunciados y juicios morales. En palabras de Habermas (2007), la discusión con otros “pone en marcha una competición cooperativa a la búsqueda de los mejores argumentos, competición que une a limine a los participantes en el orientarse al objetivo del entendimiento. El supuesto de que la competición puede conducir a resultados ‘aceptables racionalmente’, e incluso ‘convincentes’, se fundamenta en la fuerza de convicción de los argumentos” (p. 180). Se plantea así una propuesta que, por una parte, se opone al arraigado prejuicio de la irracionalidad de la ética y, por otra parte, ofrece las bases de un proyecto de fundamentación racional de la ética que, al tiempo, determina la unidad del razonamiento práctico.

Crítica Para La Democracia

Ahora bien, el procedimiento de la deliberación no es, por sí mismo, una panacea. Su valor depende del cumplimiento de algunos presupuestos y criterios de racionalidad para poder cumplir sus cometidos. Como indica I. Shapiro (2011), democracia y justicia a menudo son ideas antagónicas,2 ya que nada garantiza que un procedimiento democrático conduzca infaliblemente a la justicia (p. 269).

Una comunidad que no cumpla con pre–condiciones o presupuestos básicos difícilmente podrá llevar a cabo el ideal deliberativo. Por ejemplo, si se trata de una sociedad afectada por desigualdades profundas es probable que en el debate sobre lo público se excluya a sectores completos de la población. Asimismo, una deliberación que no esté guiada por criterios básicos de racionalidad está condenada al fracaso, ya que cualquier expresión tendría que ser considerada válida —incluso los insultos o el discurso de odio— y no habría manera de establecer acuerdos en función de su justificabilidad. Muchos autores se han esforzado por formular estos criterios de discernimiento entre argumentos del debate democrático y otros que no contarían como tales. Por ejemplo, C. Nino (1997) señala que no pueden considerarse argumentos en un proceso de discusión o deliberación la mera expresión de deseos o la descripción de intereses; la sola descripción de hechos, como una tradición o una costumbre; la expresión de proposiciones normativas que no son generales ni universales; inconsistencias pragmáticas obvias, entre otras (pp. 171 y 172). Los anteriores supuestos son solo una propuesta de muchas otras que nos llevan a pensar en los contenidos y dificultades del proyecto deliberativo. Esto explica que, hasta hoy, sigamos pensando en cuál es la mejor manera de integrar a todos los individuos en un diálogo entre iguales sobre sus intereses, formas de vida, emociones y preocupaciones que nos permita establecer los términos de la cooperación social (Gargarella, 2021).

Este recorrido me permite llegar al aspecto central de este apartado: la crítica o lo crítico. Como habrá podido constatar el lector, la deliberación no es otra cosa que la puesta en común y la defensa de los distintos intereses. La posibilidad del entendimiento implica, a su vez, la posibilidad del disenso. Aquello que no puede ser sometido a crítica no puede ser discutido y tampoco es susceptible de ser esclarecido. Lo que no admite crítica se impone sin más. De ahí que la posibilidad de crítica sea uno de los más importantes elementos de la democracia. Sin embargo, al igual que el interrogante sobre cómo deliberar, la pregunta aquí es cómo criticar o cómo ser crítico.

F. Leal (2003) denuncia cómo el concepto de crítica ha quedado “oscurecido y desgastado” por su uso. Tras hacer un recorrido por el concepto clásico de crítica como erudición y el concepto moderno de crítica como ciencia este autor examina lo que sería un sentido del concepto, más bien, vulgar. Esta acepción identifica la crítica con el hecho de hablar mal de alguien o algo, identificando defectos, sean reales o no, que los desmerezcan ante los demás. Es decir, este sentido ordinario se basa en el mal hábito de opinar y juzgar —en muchas ocasiones, desde el desconocimiento—, no para lograr el entendimiento, sino para desvalorizar o desprestigiar.

El sentido de crítico que nos interesa pretende distanciarse de esta acepción vulgar que reduce el ser crítico a ser un criticón. El sentido que se defiende aquí es aquel que permite la deliberación; esto es, ha de ser resultado de un proceso de cultivo de la persona3 que le otorga herramientas para tener criterios de discernimiento y para poder defender las posiciones que resulten. Por tanto, quien critica está comprometido en un sentido fuerte con aquello que sostiene, se guía por la pretensión de estar en lo correcto. Además, la persona no elabora sus argumentos con el afán de despreciar o excluir al otro, sino que ha de existir un mínimo ánimo de concordia: intenta convencer al otro de lo que esgrime, no para imponer su visión del mundo, sino porque ella misma está convencida de que eso es lo mejor para todo aquel que se encuentre en las circunstancias discutidas. La crítica no está guiada por el mero deseo de ganar una contienda ni de imponer los propios intereses a los otros, sino por la posibilidad de una crítica racional y legítima que nos lleve a los mejores acuerdos posibles.

Este sentido de crítica ética racional, además, aspira a ser objetiva, sin que esto implique pasar por alto la diversidad de intereses y concepciones del mundo que tenemos como humanidad.

Ciudadanía Crítica

Vivimos un momento de toma de conciencia de lo intersubjetivo y de la importancia del autoconocimiento y la autocrítica en la construcción de nuestra persona. La previsión de lo que nos debemos los unos a los otros ocupa un lugar definitivo en las preocupaciones de nuestras modernas comunidades, ya que, en palabras de T. Scanlon, es parte de lo que exige nuestro valor como criaturas racionales (2003, p. 187). En definitiva, la ética está en el centro de nuestras preocupaciones.

No obstante, la ética sigue siendo un área que despierta suspicacias, mucho más cuando se habla de la razón ético–objetiva. En el imaginario de muchas personas esto significa imponer unas pautas de vida, a menudo conservadoras, y terminar con la riqueza de ideas y cosmovisiones de la humanidad en nombre de la universalidad. Sin embargo, cuando pensamos en las más indignantes situaciones de nuestro tiempo, como son la pobreza extrema, la trata de personas, la violencia de género o las desapariciones masivas difícilmente intentaremos defender su incorrección, señalando que se trata de algo que está mal solo para nosotros y para nuestro contexto, o sosteniendo que cada uno tiene su postura —igual de válida— respecto a lo bueno o lo malo. Nuestras críticas frente a estas situaciones sostienen firmemente que ellas constituyen atrocidades, que afirmar su incorrección es algo racionalmente justificado y que es moralmente legítimo exigir que no sucedan más. Tal y como indica M. Rojas (2012), ante situaciones como estas no es suficiente oponerse porque uno —en lo individual— las considera formas de opresión, maldad o injusticia; el análisis, la discusión, el enjuiciamiento o la crítica no son acciones, violaciones e injusticias específicas, sino parámetros normativos a los que se apela y sobre cuya base se pretende legitimar juicios, actitudes y acciones, extraños y propios (p. 428).

Ahora bien, el gran problema en todo lo anterior es que nuestras sociedades reales distan mucho de ser el escenario ideal de la crítica racional. Nuestras sociedades son imperfectas. No cumplen con los presupuestos de la comunidad política deliberativa, y el diálogo colectivo, el debate crítico sobre nuestros intereses comunes tampoco parece cumplir con criterios de racionalidad mínimos.

El debate público está plagado de falacias y las personas, lejos de buscar llegar a acuerdos, parece que nos dividimos en bandos distintos para apoyar posturas que, en muchas ocasiones, ni siquiera están encontradas. La crítica se convierte en un ejercicio pasional en el que deseamos demostrarle al otro que se equivoca, e incluso cancelar o censurar la disidencia.

Esto puede llevarnos por caminos diferentes. Uno sería caer en el pesimismo absoluto de aceptar que el ser humano tiene una naturaleza egoísta y competitiva, y que la única manera de establecer acuerdos comunes es controlando estos impulsos por medio de la coacción. Otro camino sería el de la ingenuidad, insistiendo en una razón abstracta4 y en una sociedad ideal donde todos somos capaces de dejar a un lado nuestro autointerés y alcanzar una sociedad sin conflicto. Otro camino, que me parece más fructífero, es el de intentar escapar a esta falsa oposición. Tal y como señala H. Hart (2017), las personas no somos demonios dominados por el deseo de exterminarnos, pero tampoco somos ángeles jamás tentados por el deseo de dañar a otros (p. 242).

Lo anterior implicaría que es posible la crítica en nuestras comunidades, pero que, para ello, debemos ser realistas respecto de sus dificultades. La más importante de ellas, me parece, es la incoherencia entre decir que aspiramos a ser una ciudadanía crítica, al tiempo que hacemos muy poco para construirla. Sin caer en el lugar común de que la educación es la solución para revertir todas las problemáticas sociales, es esclarecedor tener presente lo dicho por M. Nussbaum (2016) con respecto al desprecio que encontramos en nuestras sociedades democráticas por ciertas áreas de estudio. Más allá de la cuestión sobre políticas educativas, lo interesante es la razón que subyace a ello: los responsables políticos ven en este tipo de saberes un “adorno inútil” ante el objetivo de ser naciones competitivas en el mercado global. Si esta tendencia continúa, dice Nussbaum, las naciones de todo el mundo pronto estarán produciendo generaciones de máquinas útiles en lugar de ciudadanos completos que puedan construir y alimentar las democracias. Una ciudadanía democrática requiere tener, por lo menos 1) la capacidad socrática de autocrítica y de pensamiento crítico sobre las tradiciones propias; 2) la capacidad de percibirse como miembro de una nación y de un mundo que son heterogéneos, y 3) la capacidad de imaginar comprensivamente cómo puede ser la vida de otra persona (pp. 20–23). Nos corresponde, pues, hacernos cargo de lo que implica el desarrollo de estas capacidades y no esperar a que sean las inercias de la interacción social las que se encarguen de ello.

Conclusiones

La ausencia de reflexión crítica nos lleva a dogmatismos y a asumir posturas que polarizan y recrudecen las deficiencias de nuestro entorno. Las coyunturas de nuestro país requieren de la crítica, pero esto implica un ejercicio honesto sobre el espacio que ocupa el desarrollo de esas capacidades en nuestras preocupaciones colectivas. La crítica, entendida como una práctica argumentativa, no puede surgir de manera espontánea por mucho que cada individuo posea el potencial para ser crítico. Y es que, como indica A. Nava (2022), tal parece que en nosotros también anida un potencial autoritario que se deleita subyugando al otro; sin embargo, “es difícil imaginar un mundo mejor cuando las únicas herramientas a la mano son el odio y la pretensión de superioridad moral” (p. 6). La ciudadanía crítica que aspiramos ser exige pensar en otras estrategias que permitan reivindicar la justicia y la indignación, pero también posibilitar la inclusión del otro en un diálogo común.

Bibliografía

Castoriadis, C. (2005). Ciudadanos sin brújula. México: Ediciones Coyoacán.

Cohen, J. (1989). Deliberation and Democratic Legitimacy, en Hamlin, A., y Pettit, P. (eds.), The Good Polity: Normative Analysis of the State. Oxford: Blackwell, pp. 17–34.

Cortina, A. (2000). Ética mínima. Madrid: Tecnos.

Bessette, J. (1980). Deliberative Democracy: The Majority Principle in Republican Government, en R. Goldwin y W. Schambra (eds.), How Democratic Is the Constitution? Washington: American Enterprise Institute for Public Policy Research, pp. 102–116.

Gargarella, R. (2021). El derecho como una conversación entre iguales. Buenos Aires: Siglo xxi.

Habermas, J. (2007). Ética discursiva. En Gómez, C. (ed.) Doce textos fundamentales de la Ética del siglo xx, Madrid: Alianza, pp. 174–183.

Habermas, J. (2010). Teoría de la acción comunicativa. Madrid: Trotta.

Hart, H. (2017). El concepto del Derecho (G. Carrió, trad.). Buenos Aires: Abeledo Perrot.

Leal, F. (2003) ¿Qué es ser crítico? Revista Mexicana de Investigación Educativa, 17 (8): 245–261.

Martí, J. (2006). La república deliberativa. Una teoría de la democracia. Madrid: Marcial Pons.

Nava, A. (2022). El placer de cancelar. inacipe. Disponible en: https://drive.google.com/file/d/1zadjvIaZxvxdru-Wcjzl9in--Hcxsk9w/view

Nino, C. (1997). La constitución de la democracia deliberativa. Barcelona: Gedisa.

Nussbaum, M. (2016). Educación para el lucro, educación para la libertad. Nómadas, 44, 13–25.

Rojas, M. (2012). La razón ético–objetiva y los problemas morales del presente. México: Ítaca.

Rawls, J. (1999). A Theory of Justice. Massachusetts: The Belknap Press of Harvard University Press.

Sandel, M. (2020). La tiranía del mérito (A. Santos, trad.). Barcelona: Debate.

Shapiro, I. (2011). La teoría de la democracia en el mundo real (J. Urdánoz y S. Gallego, trads.). Madrid: Marcial Pons.


1 El término democracia deliberativa es atribuido a J. Bessette (1980), quien lo usó para explorar los límites de las instituciones democráticas sobre la posibilidad de dar cuenta de los intereses de los ciudadanos. Sin embargo, el término no se popularizó hasta que fue utilizado por otros autores, especialmente, J. Cohen (1989).

2 Sin embargo, ambos ideales involucran compromisos con la idea de ausencia de dominación. El poder y la jerarquía parecen ser endémicos en las relaciones humanas, “el reto es dar con maneras de limitar la dominación y minimizar a la vez las interferencias con las jerarquías legítimas y las relaciones entre poderes” (Shapiro, 2011, p. 270).

3 No me refiero a un proceso de cultivo elitista vinculado con una formación académica específica. Pienso, más bien, en procesos de conocimiento y autoconocimiento que implican un saber sobre la realidad que es contrastado con otros. Sobre esto, M. Sandel (2020) advierte: “Construir una ideología política alrededor de la idea de que un título universitario es una condición necesaria para tener un trabajo digno y estima social es algo que termina ejerciendo un efecto corrosivo en la vida democrática. Devalúa las contribuciones de quienes carecen de un diploma superior, alimenta el prejuicio contra los miembros con menos estudios de una sociedad, excluye en la práctica del sistema de gobierno representativo a la mayoría de la población trabajadora y suscita una fuerte reacción política adversa” (p. 50).

4 En este sentido, me apego a lo establecido por A. Cortina (2000): “solo una razón com–pasiva o com–padeciente, puesta en pie por la vivencia del sufrimiento, espoleada por el ansia de felicidad, asombrada por el absurdo de la injusticia, tiene fuerza suficiente para desentrañar la lógica que corre por las venas de este misterioso ámbito, sin contentarse con cualquier aparente justificación” (p. 20).