Ethos

doi: 10.31391/ap.vi5.91                                                  Recepción: 13-10-2023                                                  Aprobación: 30-10-2023

El trabajo de cuidados: reflexiones sobre el cuerpo, la comunidad y la ética

Pedro Antonio Reyes Linares
iteso
parl@iteso.mx
ORCID: 0009-0001-9487-7289

Reyes, P. (2023). El trabajo de cuidados: reflexiones sobre el cuerpo, la comunidad y la ética. Análisis Plural, (5).

Resumen:

Desde diferentes perspectivas teóricas, el reconocimiento del cuidado como una actividad compleja, que pone en relación diversos niveles interpersonales, sociales y ecológicos, propone y encarna en tramas comunitarias concretas de trabajo de cuidados exigencias fundamentales que deben considerarse desde un punto de vista ético y político, que pueden ofrecer pautas para la organización y el desarrollo de las comunidades humanas como sistemas de cuidado, en contraste con las comprensiones tradicionales individualistas, colectivistas y estatalistas.

Abstract:

From different theoretical views, the recognized complexity of the notion of care, that communicates a wide range of interpersonal, social and ecological levels of human activity, establishes and embody radical demands, in communitarian concrete entanglements of care work [tramas comunitarias concretas de trabajo de cuidados], to take in account from an ethical and political view, offering guidelines for organizing and developing human communities as systems of care, which confront the traditional individualistic, collectivistic and statist understandings.

Palabras clave:

ética, política, trabajo, cuidado, trama comunitaria, comunidad

Keywords:

ethics, politics, work, care, communitarian entanglements community



Introducción

Cuidado, la palabra funciona en este trabajo como foco, pero también como advertencia. Y es que este concepto se ha multiplicado en los últimos tiempos como una respuesta a los múltiples movimientos que en los años setenta y ochenta pedían su reconocimiento y reivindicación, ampliando su espectro del ámbito doméstico y ubicado prácticamente en los extremos de la vida humana (la infancia y la ancianidad), hacia todas las esferas de la actividad humana y social, donde se reconocen ahora habilidades blandas y actividades fundamentales para el sostenimiento de todo sistema de producción social, e incluso en la relación más básica y fundamental con el territorio y la naturaleza, en la que el cuidado adquiere dimensiones de sabiduría cósmica y finura en el manejo de los delicados equilibrios que sostienen no solamente nuestra existencia, sino también la de las otras criaturas terrestres y del mismo planeta.

Es posible que en esta ampliación de ámbitos y de usos de la palabra ésta vaya perdiendo las precisiones que enmarcan su riqueza y que no sólo le dan sentido, sino que señalan las exigencias fundamentales que propone para ser verdaderamente lo que en ella se supone. Y eso nos devuelve a una de las vocaciones fundamentales de la filosofía, fundamental también para todo ejercicio ético, que es devolver a la palabra los fundamentos de su significación, para que su uso se vea enriquecido con la comprensión, de modo que se le devuelva su capacidad de exigir la valoración adecuada de las cosas que con ella se nombran y de las vidas que quedan implicadas en ese juego de acción y significado, que es nuestra interacción mutua y con las cosas. Se trata de volver a hacernos las preguntas, a la manera de Sócrates, sobre lo que queremos verdaderamente decir cuando hablamos con estas palabras, poniendo en escrutinio nuestras aspiraciones, intenciones, búsquedas, es decir, el mundo que esperamos construir con nuestra praxis, acción reflexionada, que se señala con las palabras que usamos para nombrarla.

Hablar de cuidado, por tanto, ha de sumergirnos en un conocimiento más profundo de lo que queda implicado en esta expresión. En principio, habremos de reconocer en ella una actividad, y una que responde a la vida, a la propia, sí, pero también y sobre todo a la vida ajena, a la que nos sorprende con su paradójica semejanza (también está viva en mi propio mundo, en mi propia vida) y extrañeza (de ninguna manera lo que hago para cuidar mi propia vida resulta suficiente para cuidar de esta otra vida). Tendremos, pues, que reconocer su estatus como actividad, y para ello nos valdremos de la expresión “trabajo” (aunque también exigiendo que este término no se reduzca a empleo, sino que pueda realmente describir la complejidad y el conjunto de actividades que implica el cuidado), y también analizaremos aquello a lo que la actividad pretende responder: la vida, intentando definir en ella las condiciones que dan espacio y permiten que la actividad tome su auténtica vocación y sentido. A partir de esta reflexión nos preguntaremos cómo es que la estructura de esta actividad, y su pretensión de respuesta, nos vincula, nos convoca y nos exige no meramente como individuos sino principalmente como comunidad, criticando con ello, lo adelanto, una visión autonomista del trabajo y de la respuesta a las exigencias de la vida y, también, una visión colectivista o estatalista que supone que los aparatos institucionalizados de gestión de la vida en común han de ser suficientes para atender a estas exigencias. Finalmente, presentaremos algunas reflexiones de la configuración aquí de un ámbito de realización ética, es decir, de la propuesta de condiciones de valoración de las cosas y de las vidas implicadas en interacción con esas cosas y entre sí, que ha de estar en el fundamento de todo proceso de deliberación, elección y establecimiento de reglas fundamentales de actuación para las personas, sus comunidades y sociedades.

Cuidado: actividades para la reproducción de la vida

Como reconoce Diego Carmona, los movimientos feministas de las últimas décadas han ganado para el cuidado el reconocimiento de su “carácter polifónico, caleidoscopio y multidimensional” (Carmona, 2019, 105). Sin embargo, con esta noción se busca encuadrar un conjunto que apunta, como el mismo autor también reconoce, a esa esfera de actividades y tareas de reproducción de la vida que, aunque reconocidas en las principales teorías críticas del siglo xix y xx (muy particularmente el marxismo), se mantuvieron ignoradas o consideradas como irrelevantes (aunque se reconocieran como indispensables) cuando se trataba de pensar a fondo el diseño económico, político o cultural de las sociedades. Esta situación no ha cambiado en forma relevante en estas esferas, a pesar de que teóricamente pareciera estar presente en múltiples trabajos, y en esto se concentran enormes esfuerzos de parte de teóricas críticas feministas que pelean por dar la centralidad que merece en ese debate a esa esfera de la reproducción de la vida.

Según Raquel Gutiérrez, podemos comprender la reproducción de la vida como “el conjunto de procesos materiales, afectivos y simbólicos que exigen trabajo y que sostienen cotidianamente la existencia” (Gutiérrez, 2023). Esta definición no pretende tan sólo señalar los procesos sino llamar la atención también a la exigencia de “trabajo” específico para poder llevarlos adelante. Esta exigencia es un problema irresuelto, porque no se puede suponer —como solemos hacer— un trabajo como algo que automáticamente se resuelva por un arreglo estructural, sino que pide un agente, alguien que lo realice, que lo haga posible y lleve a cabo esa posibilidad. Como problema, alguien tiene que responder a esa exigencia y para ello tiene primero que sentirla como tal, darle relevancia y, con ello, el tiempo, energía y espacio necesarios para que pueda ser satisfecha, y eso es lo que confiere al trabajo el carácter de una actividad. No hay nada automático en ello, y la complejidad de procesos que se tienen que atender hace también imposible que se pueda referir la solución de este problema a un mero esquema intencional o habitus embebido en la estructura. No se trata de cumplir una función en el conjunto, sino de responder a las diferentes y complejas dificultades de la organización de materia, tiempo, espacio, afectos y reconocimiento que se juegan en cada situación en que la vida se pone en juego.

Como actividad (o complejo conjunto de actividades), el trabajo de cuidado implica hacer presentes posibilidades y llevarlas a su realización (cf. González, 2001, pp. 148–149), es decir, el reconocimiento de un “poder” inscrito en cada una de las cosas con que se lidia, que se ha de organizar y convertir de acuerdo con un sentido elegido entre otros posibles. Este sentido es precisamente lo exigido en la definición de Gutiérrez como la reproducción de la vida, de modo que la realización de esta posibilidad implica una comprensión de esa vida no sólo como un hecho, como algo dado, sino como algo que puede ser, que queda como la fuente de horizontes en donde se enmarcan y orientan las cosas, acciones, actuaciones, afectos, tendencias, orientaciones, elecciones, arreglos, sentimientos, que en su conjunto y alteridad consideramos “el mundo”, pero también definidos por una estructura temporal de emplazamiento, propia de la vida, que propone la resolución de ese ordenamiento como algo no sólo necesario sino también urgente. No solamente ha de resolverse, sino que han de resolverse a tiempo, antes de ser alcanzados por el plazo de la muerte. Es decir, se trata de horizontes que han de definirse y resolverse con y frente a una constitutiva precariedad (para un planteamiento similar véase Mortari, 2019).

Cuidado: actividad en precariedad

Esta alteridad descubierta entre el mundo y la vida está en el centro del problema del cuidado. Mientras que en el mundo las cosas (entendiendo toda la complejidad antes mencionada y su largo etcétera) éstas se presentan como fuente de posibilidades sin fin, la vida está marcada por el emplazamiento que impone ese fin como algo suyo, que se está realizando en cada posibilidad lograda, y que, en un momento dado, impredecible en casi todos los casos, pues no depende del proyecto que pueda realizar en el mundo, en las cosas, simplemente dejará de ser vida, dejará de poder ser. No le faltarán cosas, sino vida, y así su temporalidad propia otorga relevancia a todas las cosas y a los proyectos que en ellas se puedan realizar. En ellas la vida adquiere contenido y perfil, son su definición, pero no su realidad última, que en todo momento mantiene su alteridad, de modo que no hay manera en que se reduzca la vida a su obrar, su identidad a la definición que va cobrando en las posibilidades que realiza mientras actúa. La vida es más que su contenido, más que su definición, pero eso no quita relevancia a la definición, sino que nos hace conscientes de que lo que es esencial para la vida es esa actividad de autodefinición.

Este carácter de autodefinición es el que ha puesto de relieve el enfoque enactivista (Rosch et al., 2011) releyendo los trabajos estructuralistas de Maturana y Varela desde una vena más fenomenológica, inspirada por Maurice Merleau–Ponty. Según este enfoque, lo fundamental de la vida no sólo implicaba la resolución en un acoplamiento estructural dinámico entre el viviente y su ambiente, sino en la inscripción de sentidos en ese ambiente que posibilitaban precisamente la pervivencia. Esta inscripción jugaba con una complejidad grande de procesos energéticos interdependientes, que colocaban al viviente en una situación de constitutiva precariedad (véase Di Paolo, 2017). A mayor precariedad, se está exigiendo también una mayor interdependencia. La interdependencia de procesos se define precisamente como la identidad del viviente, de modo que sin ese principio de autoorganización con sentido los procesos simplemente tenderían a detenerse y desaparecer, e implica un continuo dinamismo de regulación entre estos procesos que les da posibilidades de descarga suficiente (dándose mutuamente tiempo y espacio), con el riesgo inherente de que alguno de ellos colonice el tiempo y espacio requerido por los otros, de que se acumulen tensiones que hagan imposible la regulación, o de que se agoten ciertos procesos esenciales para sostener otros en la misma singularidad viviente. En la red completa de procesos interdependientes radica la vida y su reproducción; su mantenimiento es lo que implica todas las actividades que comprendemos bajo el concepto de “cuidado”.

Desde este enfoque, “la vida” no se define por un concepto predeterminado de individualidad biológica. Por el contrario, la red de interdependencia puede configurarse en diferentes niveles de unificación de actividades y procesos, que van fundando sentidos cada vez mayores, más complejos y, por tanto, más precarios, implicando a los que podría considerarse, desde una perspectiva biológica más tradicional, individuos biológicos diversos que actúan bajo un mismo sentido de actividad, que podríamos llamar un sentido vital específico. Esta precariedad no implica necesariamente menor estabilidad, sino la exigencia de una mayor complejidad para dotar de sentido a la unidad viviente, abarcando todos los niveles que la constituyen, de modo que las actividades que se realicen para esa dotación han de poder comprender muy plenamente lo que se requiere y el alcance de cada proceso para asegurar la supervivencia. Pero aquí la individualidad biológica lo tendría la unidad completa que realiza ese sentido.

Sin embargo, la definición del cuidado implica otro nivel de complejidad en la relación de la colectividad y los individuos biológicos. Cada uno de los individuos biológicos ha de realizarse en un modo distinto al de todos los demás, de modo que cada uno de los individuos colabore, desde su propia constitución y en diferentes roles interdependientes, con el sostenimiento de la colectividad. Esto se da por el desarrollo de formas de reproducción en las que la carga genética se combina por mitades (a través de la meiosis), dando lugar a la diferencia sexual en el plano cromosómico, probablemente por la ventaja que representa la diferenciación para la pervivencia de un dinamismo viviente (véase Margulis, & Sagan, 1998). En esta complejización, el descendiente que resulta de la combinación no se identifica completamente con sus progenitores, pues presenta un modo particular de expresar los caracteres de ambos, presentes en su material genético. Sus progenitores y el resto de los individuos del colectivo que le anteceden realizan su existencia en algún tipo de relación funcional con el descendiente, definiendo roles que podríamos reconocer ya como modos de cuidado. Enfrentan la precariedad que les constituye, bajo un mismo esquema genético, pero con una realización estrictamente individual diferenciada, desempeñando roles de cuidado de unos individuos respecto de otros.

Esta precariedad vivida en esa individualidad nos pone frente a otro de los elementos esenciales del cuidado: la muerte individual y el riesgo en el que cada individuo se encuentra durante toda su vida. La individualización del material genético, que resulta de la reproducción sexual, convierte a la muerte en un acontecimiento en el que cada individuo representa una pérdida para el colectivo, que no se subsana con un individuo idéntico. Las ventajas genéticas de este individuo pueden perderse si muere antes de que pueda reproducirse, y eso significa también un riesgo para la supervivencia del colectivo. Por eso, el cuidado de las crías se convierte en un asunto evolutivo esencial y marca el desarrollo de las diferentes especies animales, con una complejidad creciente y una definición de roles más marcada. Con el progreso evolutivo del cuidado también aumenta la riqueza de acontecimientos vividos por la misma cría y por sus cuidadores, favoreciendo asimismo el desarrollo de estrategias y formas de conducta, de acuerdo con el momento vital de cada individuo respecto de los otros individuos; estas variaciones podrían incorporarse a su evolución como especie, por vía genética, epigenética, de comportamiento o simbólica, como han señalado Jablonka y Lamb (2005). Cuidar es cuidar la vida en riesgo de muerte, y la evolución de la individualidad y de la muerte como acontecimiento individual, y no sólo de la especie, le dan una densidad particular que resulta en algunos elementos esenciales de lo que llamaremos “trabajo de cuidados”. Esta densidad evolutiva del cuidado no es privativa de los seres humanos, pues puede verificarse en otras especies, como en el caso paradigmático de los lobos (véase Radinger, 2018). El cuidado no aparece como un problema meramente humano y reconocerlo puede ser vital para la supervivencia de los mismos seres humanos en un mundo compartido con otras especies con diferentes estrategias de cuidado. Esto, sin embargo, no autoriza a dejar de reconocer que lo que conocemos como “trabajo de cuidados” exige una peculiar complejidad que se distingue por la máxima individuación que convierte, a cada uno de los individuos, en un ser único, absoluto y libre. Pasemos a ello.

En esa complejidad diversa y creciente de los organismos individualizados por la reproducción sexual podemos proponer, como lo hace Xavier Zubiri con el término “hiperformalización” (cf. Zubiri, 1986, pp. 510–511; véase Krupecka, 2018), un modo de asunción de la precariedad (es decir, del riesgo que implica la constitución de formas de vida colectiva, en la que los individuos concretos están expuestos a la muerte), que implica la actualización de la alteridad radical de la actividad y la vida que antes hemos señalado, como alteridad también ahora entre el modo en que cada uno de los vivientes, actuando en esa unidad compleja de actividad, puede elegir el curso de su propia actividad, a diferencia de los otros vivientes. El viviente no se resuelve entonces solamente en cursos de acción con el sentido vital propio de su especie, como serían las “actuaciones” que propone Antonio González (2011, p. 110), que quedan definidas por un elenco de respuestas dadas en la carga evolutiva de sus progenitores. Por el contrario, esos cursos se hacen presentes sólo como posibilidades, ninguna de ellas pre–definidas como necesarias: en cada una se presenta únicamente su propio contenido, no funcional a una respuesta determinada, sino como sugerencia de lo que esa respuesta podría ser. Es la propia persona la que habrá de hacer suya la posibilidad, prestando su propia capacidad para realizarla, darle realidad trabajando con su propio cuerpo y las cosas con que se encuentra, contando con el riesgo de la equivocación. La supervivencia individual, la de los individuos a los que alcanza la acción de cada persona, y del colectivo humano en su generalidad depende, de alguna manera, de estas elecciones y del trabajo que se ha podido dar para dotar de realidad a las posibilidades. Estas elecciones y este trabajo conforman así un dinamismo de realización que se hace también transmisible, a través de sistemas educativos, simbólicos y afectivos, que sostienen la nueva existencia de cada persona humana en ese colectivo concreto. Zubiri (2006, p. 97) lo ha llamado capacitación y es la definición propia, según este autor, de la historia.

Ahí se dará lugar a la realización personal como trabajo para entregarse a la precaria complejidad en que se plantea el problema de la vida en una forma única que llamamos libertad. Por eso, la definición de un sentido común entre los diversos libres, en que no basta ningún sentido común específicamente heredado, exige la constitución de otro modo de ser especie como un problema a resolver por la constitución de comunidades concretas donde se haga posible la constitución de acciones libres en concierto. Este concierto hace necesaria una conversación de personas libres como condición de esas acciones (cf. Arendt, 2016, pp. 199–230). Esto implica, por tanto, el reconocimiento mutuo de esa capacidad única de definir sentidos radicalmente diferentes, por su origen personal, pero no por ello incomunicables o imposibles de poner al servicio de la constitución creativa de concordancias y formas comunes de atención a las situaciones que se comparten, con su precariedad y riesgo constitutivo. Esa comprensión compleja, que reconoce el posible riesgo de la precariedad, situándolo en los procesos específicos de diálogo, atención y acciones de cuidado que podrían prevenir ese riesgo, es a la que podríamos llamar sabiduría, la sabiduría del cuidado. Esta consideración de la sabiduría del cuidado habrá de llevarnos a la última parte de nuestra reflexión, pero, antes de ello, analicemos un poco más otro componente que acabamos de señalar de paso y que nos devolverá al centro de la crítica y reflexión feminista que ha abordado estos temas desde una perspectiva económica, simbólica y política (no como ámbitos separados sino, según la tradición marxista, como mutuamente implicados): la constitución de tramas y arreglos comunitarios de cuidado.

Cuidado: actividad en trama comunitaria

Ante la constitutiva precariedad de los procesos en los dinamismos vivientes, potenciada por el riesgo ligado a la individualización por la reproducción sexual y, más todavía, por la posibilitación como forma de dar lugar a individuos únicos en búsqueda de hacer concordantes sus acciones, ha emergido una forma de angustia que ha buscado establecer una certeza que dé estabilidad y previsibilidad a la posibilitación.1 De alguna manera se trataba de reproducir en las acciones posibilitadores patrones semejantes a los que continuamente se desarrollan en el mundo de los dinamismos específicos, regidos por un elenco de respuestas probables y previsibles. En realidad, esa semejanza dependía de un proceso de idealización (que se reflejaba en el uso de conceptos como “la vida”, “el orden natural”, “la sabiduría de la Madre Naturaleza”, etc.), que permitía crear dispositivos que ordenaban la actividad (es decir, el conjunto de las acciones) bajo un sentido que supuestamente correspondía a ese destino ideal. Se inventaba así la técnica, ordenadora de posibilidades, que permitía controlar la precariedad y dar lugar a una previsibilidad respecto de las problemáticas y dificultades inherentes a la posibilitación, que se convertía en una herencia para futuras generaciones. Con la técnica surgía, pues, una meta–posibilidad, pues ya no se trataba de ordenar la acción ante un estímulo determinado, sino en prever diversas situaciones, cada vez más generales, que pudiesen ser abordadas con los mismos patrones de actividad. Sobre las técnicas se generaban nuevas técnicas que las abarcaban y ordenaban hacia objetivos cada vez más generales (meta–técnicas), que se suponían eran los objetivos últimos de la vida. Esa generalidad era también una idealización, y, por tanto, podía desarrollarse en una especie de aislamiento y soberanía sobre, potencialmente, todos los posibles problemas de la vida. De las meta–técnicas surgían así meta–narrativas que apuntaban a la resolución total de la vida como, por ejemplo, la salvación religiosa, el mercado y el Estado, desarrollados técnicamente y con sus discursos justificadores.

El carácter de “meta–” de estas técnicas y narrativas suponía la disminución de los riesgos cotidianos, en la medida en que las personas ajustaran su libertad para convertirse en personajes de la narrativa. Se trataba de que cada una desempeñara el papel adecuado a la narrativa, reduciendo la energía que resultaba de su trato directo con las cosas (y con éstas mostrándose con su muy propio contenido, no funcionalizado a esa forma de vida) a lo que permitiera que la narrativa siguiera contándose. Surge así una forma de auto–vigilancia y de vigilancia también sobre otras personas (que se expresa particularmente en la educación, la salud y la gestión de la sexualidad, la creatividad y el trabajo), que se rige por las meta–narrativas que van tomando, cada vez más, el carácter de un sistema omnipresente, omnisciente y omniabarcante.2 A partir de estas meta–narrativas el cuidado y sus agentes empiezan a comprenderse como funcionalizados en ese sistema, en el que la reproducción de la vida quedaría asegurada si se siguen las normas y formas que la narrativa del sistema propone. Ese ajustamiento se premiará con cuotas de reconocimiento, valoración y promoción que tendrán importantes consecuencias en la formación de los sistemas afectivos de los agentes, como ha mostrado Pierre Bourdieu en La distinción (2012). La imposibilidad de seguir esas normas y formas narrativas se supondrá de antemano como un resultado de la ineptitud de los agentes para comprender su propia acción, y se urgirá la necesidad de su adaptación y adecuación para responder ajustadamente a la narrativa del sistema, pudiendo mantener también ciertos espacios de tolerancia o de “formación”, con una férrea evaluación y un control de los cambios que podrían admitirse sin romper con la narrativa general, para que esa adecuación se haga posible (Cf. Bourdieu, 2011). Las estrategias para establecer la previsibilidad pasan, por tanto, por la funcionalización y domesticación de los agentes, estableciendo sistemas de subordinación y jerarquización que dominan la construcción de los sistemas de reproducción de la vida.

Sin embargo, como hemos dicho, los problemas del cuidado tienen una complejidad difícilmente controlable para este tipo de estrategias. No solamente porque lidian con diferentes niveles de actividad (material, afectiva, simbólica, etc.), sino porque pretenden atender a las personas que introducen, por su propio dinamismo viviente, innovaciones y distorsiones en el sistema, rompiendo con el paradigma de la previsibilidad. Por ello, la meta–narrativa introduce una escisión entre el ámbito de las actividades productivas materiales, funcionalizando a las personas y sus relaciones al cumplimiento de ciertos objetivos que privilegian esa producción, del ámbito de las actividades reproductivas, que se suponen subordinadas, al grado de pensarse como instintivas e invisibilizarse como trabajo. Esta escisión toma forma en el cuerpo social como una división supuestamente natural del trabajo, que históricamente en casi todas las culturas se ha vinculado con la diferenciación sexual, probablemente por la representación que se hace del vínculo entre la madre y sus hijas e hijos, por el tiempo de embarazo, extendiéndolo al tiempo de crianza y, a partir de esta primera representación, se dan otras escisiones, con fundamento de la diferencia sexual, pues se atribuye a las mujeres una mayor cercanía con la Tierra y sus procesos de ordenamiento y sanación, tal vez motivados por los ciclos biológicos de su menstruación, la sorpresa del acontecimiento del embarazo y el parto, y la cercanía que, en diversas culturas, se relacionaban con poderes divinos o magia terrenal. En todo caso, las actividades que se reconocen en esta división responden a necesidades biológicas básicas, que, en la meta–narrativa de la certeza centralista y jerarquizadora, todo individuo debería satisfacer por sí fácilmente, por lo que se consideran necesarias y útiles solamente en casos “excepcionales” en que este supuesto no se cumple, por ejemplo, en la enfermedad, la niñez o la edad avanzada. En esos casos, se reconocerá como importante el trabajo asignado a las mujeres cuando, sin embargo, en todo otro momento, podría pensarse que su reconocimiento es un impertinente signo de inmadurez de quien lo otorga, como cuando se acusa a un varón de infantilismo o de poco carácter, o, también, que ella posee un poder oscuro para enfermar el buen juicio de otra persona y controlarla, como sucedió en algunos casos de acusación de brujería. El trabajo de cuidados, entonces, se reconoce solamente útil en estos momentos excepcionales (solamente entonces se habla de él y, eventualmente, solamente entonces se discute —no se resuelve, pero se pelea— su necesaria protección por parte de los garantes de la meta–narrativa —la paga en el mercado de trabajo y la protección legal en el ámbito estatal—) y se pierde de vista su presencia en todos los ámbitos de actividad humana.

Esta imposición de los sistemas de escisión y jerarquización de las actividades desconocen, sobre todo, la constitutiva creatividad que la exigencia del cuidado está imponiendo a toda persona humana, privando a los que son reconocidos como varones, predispuestos al ámbito productivo y rector de la meta–narrativa (que no han sido nunca todos los varones, pues se establecen cuotas altas para cumplir con esos estándares de masculinidad), del enfrentamiento con esas dificultades y, por tanto, también de su aprendizaje, entrenamiento y participación en esas actividades, y a las que son reconocidas como mujeres, predispuestas a ese ámbito reproductivo (y ahí sí parece haber una presión social idealizante por considerarlas a todas), del reconocimiento y el tiempo necesarios para poder abrir espacios de reflexión, diálogo y creación de cómo enfrentar los retos que el cuidado implica, además de poder dedicarse y enriquecer sus propias actividades de reproducción de la vida con actividades de producción de saberes o de técnicas, privándolas de educación o acceso a los medios necesarios para llevarlas a cabo. Estas múltiples privaciones, en las que las mujeres sufren una carga mayor de privación, empobrecen o dificultan la respuesta a la exigencia compleja del cuidado, que, de todos modos, es constitutiva de la propia actividad viviente y humana. Sin embargo, esto no ha significado la extinción de esa respuesta, sino, por el contrario, una creatividad por sostenerla en un contexto de notoria dificultad. Esto no es un mérito del sistema en absoluto, sino el resultado de una especie de respuesta contradictoria con éste, que merece el nombre de resistencia, pero que apunta a otro todavía más radical: revolución.

Son estas experiencias de resistencia las que los movimientos feministas han venido documentando desde sus inicios, recogiendo también las tradiciones anteriores que encontraban compatibles con su propia lucha. Se trata de la producción de entramados de acciones, en su mayoría realizadas por mujeres, que sirven como ámbitos de ejercicio y protección de las actividades de cuidado, tanto de otras personas como de las mismas mujeres que participan en ellos. Siguiendo a Raquel Gutiérrez (citada en Gil, 2017), no se trata propiamente de “instituciones”, al modo de las estatales, sino de tramas comunitarias de actividad, en las que se entrelazan cooperativa y estratégicamente, muchas veces aprovechando la clandestinidad que otorga el desconocimiento institucional, mujeres y personas que van mostrando su capacidad de sostener a fuerza de producir vínculos de reciprocidad y solidaridad sus propias vidas y las de aquellas otras personas que les importan. Y, al mismo tiempo, el término “trama” alude también a la actividad reflexiva, conspirativa, que desarrollan —y han de desarrollar— quienes participan en el entramado, para poder evitar los dispositivos que constantemente pretenden funcionalizar su actividad al sistema, jerarquizándolo y debilitándolo, y para favorecer las formas propias en las que el entramado pueda desarrollarse con mayor libertad y potencia. Así, el entramado implica la coordinación y el concierto de estas actividades en reciprocidad y responsabilidad mutua, al mismo tiempo que un ejercicio constante de discernimiento y reflexión que pone “la vida en el centro”, privilegiando siempre la perspectiva de la reproducción de la vida, inclusive sobre los mismos procedimientos y arreglos que pudiesen dar estabilidad al entramado. No es que no se busque certeza o estabilidad, pero no se subordinan los procesos a estos objetivos, colocándolos en un plano superior y convirtiéndolos en sentido de una meta–narrativa, sino que se intenta responder persistentemente a atender lo que la vida concreta de las personas en el entramado (e inclusive de otras que no pertenecen a esa trama, pero importan a quienes sí participan en él) esté pudiendo solicitar. El privilegio de esa perspectiva práctica pide, por tanto, un ejercicio ético y político, si por la primera entendemos el reconocimiento de las exigencias fundamentales que nos plantea la respuesta concreta y adecuada a la persona en su estatuto propio (o a otros seres también su estatuto propio), y por la segunda, el trabajo de discusión y decisión que genera ámbitos y posibilidades de vida en común, donde los entramados puedan sostenerse y mantenerse activos en su intención primera y fundamental de cuidar de la vida y ponerla en el centro.

Sabiduría del cuidado: ética y política

Aunque no pretendemos construir una ética y política del cuidado, que excedería las posibilidades del espacio con que contamos, sí creemos importante proponer algunas condiciones y consideraciones en estos ámbitos, que se desprenden de lo que hasta este momento hemos planteado. Y es que el proyecto de poner la vida en el centro, que se cultiva en estos entramados, representa una experiencia ética y política que presenta una serie de exigencias y claves de constitución que pueden favorecer su reconocimiento, valoración y reproducibilidad en otros espacios, al tiempo que otorgan, también, puntos de discernimiento para distinguir lo que convendría evitar para perseverar en esta labor de tramar.

Resulta indudable que este planteamiento del cuidado nos pone delante de una complejidad de procesos que exige prudencia y sabiduría. Más allá de éstas, encontramos en su punto de partida el reconocimiento de una forma de vida única personal, de modo que su forma peculiar de enfrentamiento con las situaciones en las que queda implicada se convierte en una promesa de creatividad, que la hace irremplazable y que exige respeto, independientemente de las condiciones de empobrecimiento fisiológico, económico, político y cultural en que se pueda encontrar. Éste es el punto central que debe estar presente en cualquier proyecto ético que pretenda poner el cuidado en el centro. Prescindir de esa creatividad, excluyendo a la persona en tanto que persona, para favorecer un objetivo, interés o proyecto, cualquiera que sea, resultaría empobrecedor en términos del valor que ese proyecto pudiese tener, y se convertiría en una exigencia de repensar el modo de crear el entramado. Esto implica, por supuesto, una experiencia de compromiso que no puede juzgarse por las dificultades o complicaciones que pueda significar esta inclusión, pero, en tanto cada persona ha de ser reconocida como ya implicada activamente en el entramado, también exige que todas y cada una de ellas se comprometa con su creación, participando con su propia creatividad y libertad en la trama, dispuesta y abierta a conspirar con quienes se han tramado con ella.

Es así una doble exigencia la que constituye el núcleo ético de estas tramas de cuidado: la exigencia del reconocimiento de toda persona como capaz de participar creativamente en el entramado, pidiendo a cada participante poner todo lo necesario para hacerlo posible, especialmente con quienes podrían parecer muy distantes de las formas en que veríamos fácil su incorporación; pero también la exigencia del autorreconocimiento de cada persona de su propia capacidad de participar creativamente en el entramado, disponiéndose a la colaboración con las otras personas, a su escucha y a su valoración. Todo diálogo, toda colaboración, todo conflicto, toda diferencia se desarrollará en el seno de esa doble exigencia, si se ha de perseverar en el proyecto de crear tramas de cuidado. Y es precisamente esa localización la que permite identificar “enemigos”, como aquellos que obstaculizan la labor del entramado, pero también permite no considerar esa identidad como definitiva, en tanto es siempre posible que, si pueden realizar un proceso libre de conversión a ese sentido, puedan aportar su creatividad y los recursos en que se implica para favorecer y traer nuevas formas y posibilidades al entramado.

De aquí también se desprende la posibilidad de pensar una política que pone en el centro la organización del entramado, como un proceso creativo y expansivo, donde se ejercita, como dice Lucía Linsalata (2019), “el cultivo de la cercanía” y, según Mina Lorena Navarro (2019), “la gestión de las diferencias”. Este binomio implica un modo de política que contrasta con la política del contrato. Mientras que en éste se invisibilizan las diferencias para privilegiar los puntos convenidos como cercanos y darles un estatuto de perdurabilidad desligado de la práctica, el binomio “cultivo de la cercanía y gestión de las diferencias” propone un proceso activo, en el que no se desconocen las divergencias y, por el contrario, se reconocen como lugares de posible enriquecimiento de la trama, y tampoco se suponen dadas e inamovibles las convergencias, pues siempre resultan de un proceso dinámico e histórico de reconocimiento de las personas y de sus voces, que da lugar a la formación de dispositivos y tradiciones que facilitan los diálogos y los acuerdos. Así, es la acción del tramar lo que está en el centro de esta política, para poder atender a las situaciones complejas y cambiantes del cuidado y, como dice Raquel Gutiérrez, “fertilizar el vínculo” (cf. Carmona & Guzmán, 2018, p. 3).

Este tipo de prácticas políticas implican una constante atención, por tanto, al uso y cultivo de la palabra compartida. Se trata no meramente de poner atención al discurso y al valor semántico de las palabras que usamos, sino también cuidar del modo en que la palabra nace, desde el reconocimiento y la acogida de las cercanías y diferencias que la nutren, y se utiliza para expresar la intención del vínculo, no sólo como un ideal de conversación, sino como un verdadero trabajo de modelamiento para entender en qué momento estamos y abrir los caminos que en ese momento pueden dar continuidad a la relación. Así, la palabra se convierte en algo más que el vehículo de expresión de las ideas propias, pues muchas veces pueden usarse en formas competitivas y sin intención de vincular, que se verifica en la ausencia de esa alegría por el reconocimiento de la palabra libre y diferente de la otra persona, que Hannah Arendt (1987) ha señalado en Sobre la revolución y Adriana Cavarero (2021) ha reconocido como un elemento clave para el surgimiento de una auténtica democracia. Se transforma en un discurrir comunitario concreto, en el cual se van presentando las diferentes posiciones como abiertas a ser purificadas para el vínculo, facilitando la valoración de sus diferencias, reconociendo el potencial de sus cercanías, evaluando si unas y otras no deberían ser recolocadas en nuevos diálogos, con quienes, al estar implicadas en la trama, no han sido incluidas en la escucha, y replantearse su estrategia conversacional para darles cabida. No se trata meramente de una reflexión de las condiciones de una comunicación democrática y participativa, sino de su ensayo, abierto constantemente al aprendizaje y a la corrección, no sólo en sus aspectos discursivos o decisorios, sino también en el ambiente afectivo que rige en este tipo de diálogos y conversaciones, de modo que el ejercicio reflexivo dé lugar a la formación de disposiciones prácticas, ambientes afectivo–simbólicos, claves de atención y normas para favorecer el vínculo, que constituyen tradiciones comunitarias para heredar a futuras participantes este estilo de práctica política para generar decisión. Así, la política del cuidado implica también un cuidado de las condiciones que le permitan realmente verificarse, y que tendría que repetirse, adecuándose, en los diferentes niveles comunitarios y sociales en que el cuidado se plantee como un problema.

De aquí también que este estilo de política para construir las tramas del cuidado haya de estar siempre atenta a no privilegiar estados permanentes, simbólicamente consagrados, como ha sido común en los proyectos de estado modernos. No significa, sin embargo, tener que tomar una postura necesariamente anti–estatalista, pues se trata de reconocer también el “trabajo humano condensado, puesto, sintetizado” (Carmona & Guzmán, 2018, p. 4) que implica la formación, el mantenimiento y el funcionamiento de las instituciones estatales (por ejemplo, las de seguridad social, educación, salud, etc., en el caso del trabajo de cuidados), pero con una clara conciencia de que su necesaria crítica, por el potencial de contención de la energía que se despliega en los modos comunitarios de decidir, gestionar y tramar el cuidado. Nuevamente aquí la trama del cuidado se piensa en la complejidad de gestionar la ambivalencia de la utilidad que puede tener la sanción con valor normativo y permanente, universalizable, que supone la institución estatal, pero sin perder de vista que puede resultar no sólo insuficiente sino esterilizante, cuando el estatus de norma y permanencia se defiende como una especie de canon idealizado, ante el que tiene que someterse y deformarse la práctica de quienes están implicadas y preguntándose directamente por los procesos materiales, afectivos y simbólicos que les están exigiendo ese trabajo de respuesta a la complejidad, con atención y creatividad constantes. Es por ello que parte de la política del cuidado tiene que ver con la reivindicación de la intervención en la institución estatal, por medio de la protesta y promoción de sus reformas y revisiones o incluso aportando trabajo directo de organización de aquella, pero cuidando, al mismo tiempo, de no desplazar hacia allá el centro de sus atenciones, reflexiones y esfuerzos, sino, por el contrario, problematizando siempre la invisibilización que este tipo de trabajo institucional suele sufrir, pues se pierde lo que nace de la creatividad y sensibilidad personal para favorecer lo que ha sido marcado en diseños institucionales de funcionamiento. Ahí no es menor el papel que pueden cumplir las y los trabajadores de este tipo de instituciones para frenar esa invisibilización que resulta, finalmente, en subordinación e injusticia laboral.

Se trata, en suma, de desarrollar una sabiduría del cuidado que mantenga constantemente a la vista la complejidad que éste implica y el trabajo que exige. Que no deje de reconocer, en todos los diferentes recursos que pueden ofrecerse para responder a las exigencias del cuidado, el trabajo que cada uno de esos recursos implica, no sólo para su producción, sino para mantenerlos vivos, sujetos a la discusión, al examen y a la recreación, para ir construyendo la trama que permita efectivamente desarrollar una dinámica comunitaria de cuidado, que no se reduzca a un conjunto de actividades puntuales y aisladas, que suelen cargarse en las espaldas de unas cuantas personas, provocando una sensación de constante estrés y ansiedad. Una sabiduría que se reconoce ya existente, transmitida a lo largo de varias generaciones de personas, principalmente de mujeres, que, atendiendo la complejidad del cuidado y los obstáculos a los que se veían también enfrentadas por los sistemas que invisibilizaban y subordinaban esa capacidad de cuidar, han venido desarrollando tramas comunitarias en las que se cultiva el poder humano de reproducir y mantener la vida. Son tramas que se expresan en relatos, muchas veces personales, pero también comunitarios y tradicionales, en rituales, símbolos y, también, en los modos cotidianos de trabajo, muchas veces devaluados, en los ámbitos domésticos y en las instituciones que han venido lográndose para atender el cuidado. El cuidado pide así un cambio, tal vez radical, de atención en nuestras sociedades. Un giro que no se ha de suponer simplemente ya dado, pues exige reinventarse, dada la complejidad de lo que se atiende, es decir, la de la vida misma. Es, a un tiempo, foco y advertencia, pues nos indica a dónde podemos dirigir nuestros sentidos y esfuerzos, pero también nos advierte de la dedicación, el trabajo, el tiempo y la creatividad que esa dirección nos exige, y reunamos las fuerzas, las comunes, para atenderle.

Referencias

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1 El Occidente europeo, a partir del siglo xvi, ha dado un creciente y acusado privilegio a esta angustia y las estrategias que de ahí se derivan para controlar la posibilitación, definiendo parcialmente lo que reconocemos como “la modernidad”, aunque se pueden encontrar estas estrategias en todas las culturas y sociedades, con mayor o menor grado de centralidad (Cf. Federici, 2010).

2 Toda la obra de Michel Foucault ha analizado genealógicamente estos procesos de sometimiento y auto–sumisión a esas narrativas. Sólo por señalar algunas de sus obras en las que esto se trata con sumo detalle: Vigilar y castigar (Foucault, 2009); los cuatro tomos de Historia de la sexualidad Tomo i (Foucault, 1977), Tomo ii (Foucault, 1984), Tomo iii (Foucault, 1987) y Tomo iv (Foucault, 2019), y su trabajo programático, Las palabras y las cosas (Foucault, 1966).